Una década da para mucho. Y en los dos lustros que separan nuestros días de 2005, el ciudadano medio ha aprendido lo que es la recesión, la prima de riesgo y la precariedad laboral. Pero aunque ahora resulte marciano –o casi inmoral– recordarlo, hubo un tiempo de verdadera bonanza económica. El inicio de siglo despegó con un fértil estallido monetario. Y ninguna firma como Dolce&Gabbana vistió el signo del tiempo.

Stefano Gabbana y Domenico Dolce lanzaron al mercado en 1985 una marca que no era sino un reducto de provocación y descaro para clientes outcasts. Durante los años 90 fueron afianzando sus pasos. La pareja de diseñadores se empeñaron en obviar la tendencia imperante, una apuesta total –y radical– por el minimalismo en colores neutros. Suya era la desbordante pasión por unos cuerpos voluptuosos dentro de prendas ceñidas que realzaban las curvas femeninas. Y fieles a las raíces en el sur de Italia, a la provocación y la sensualidad en encajes de color negro encontraron un sendero que jamás han abandonado. Tanto insistieron en su mensaje que cuando los "Seis de Amberes" o la nueva ola de diseñadores japoneses empezaba a pinchar, el cambio de siglo les pilló en la cresta de la ola.

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Naomi Campbell desfilando para Dolce&Gabbana en la primavera de 2003. © Getty Images

Las faldas se acortaban y los tacones aumentaban. Las melenas eran cabelleras frondosas y la actitud de lo más desafiante. La olla empezó a acumular presión, y en la primavera de 2003 la válvula arrojó bravura como un torbellino. Así también salieron las modelos a la pasarela, con bravura. Gisele Bündchen, Amber Valletta, Eva Herzigova, Naomi Campbell y Stephanie Seymour desfilaron como en sus días de gloria e impactaron frente a los objetivos de las cámaras. La crónica de la periodista Sarah Mower tras el desfile acuñó un nuevo término: glamazons (un neologismo inglés para amazonas glamourosas). Puede que el batiburrillo de referentes que alegó Stefano Gabbana como inspiración –los astronautas, Sid Vicious y Paco Rabanne (!)– no quedaran del todo claros, pero qué mas daba, aquello era un verdadero show; y sobre la pasarela hacía mucho tiempo que no lucían tan espectaculares un par de cuádriceps. En palabras de Sarah Mower: Dolce y Gabbana había hecho lo que mejor saben, convertir a las mujeres en estrellas. Aquello era verdadero poderío.

En un sector donde las opiniones abundan, algo de crédito debe concedérsele también a los números. Y los de Dolce & Gabbana hablaban por sí solos. El ejercicio fiscal de 2003 le reportó a la firma un total de 585'1 millones de dólares, un aumento del 23'2% sobre el año anterior. Eso les convertía en una empresa más grande que Versace (pero aun la mitad que Giorgio Armani). En un artículo de Tracie Rozhon para The New York Times se recogen las voces de algunos insiders de la industria; y el sentir general parecía unánime. "Son la firma del momento. Llevamos trabajando mucho tiempo con ellos, y han sabido mantener el interés y el atractivo sobre su universo"– decía Patrick Hanly, director comercial de Harvey Nichols. "Han creado una imagen de sexy y de rock'n'roll. Es válida para mujeres de buen ver en los 30, los 40 y los 50. Dolce&Gabbana mantienen con tino y saber hacer una balanza que va de un extremo al otro. Además, consiguen resultar interesantes tanto a señoras adineradas del Upper East Side como a newcomers de la moda"– opinaba Robert Burke, director de moda de Bergdorf Goodman.

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Gisele Bündchen en el desfile de Dolce&Gabbana s/s 2003. © Getty Images

Era un momento en el que la firma se desdoblaba en tres líneas: Dolce & Gabbana, la versión más cara y exquisita (hasta 23.000 dólares podía llegar a costar una chaqueta). D&G, la línea joven y fresca (también la más barata y ahora ya extinta). Y la división de moda masculina, un sector que empezaba a generarles cuantiosos beneficios. Claro que también era un momento en el que la firma estaba planeando su desembarco definitivo en los Estados Unidos. China era solo un grano de arena en una playa infinita, pero la dirección de la compañía ya le tenía el ojo echado al gigante asiático. Era también el momento en que empezó su apuesta por la Alta Costura; comedida y sucinta, solo atendían en el corazón del taller a compradoras destacadas. En cuestión de tiendas emprendieron una gran expansión –de 6 a 84 en solo cinco años– y se abrieron a las franquicias. Dolce&Gabbana consiguió hacerse con una gran porción del pastel del lujo, y conquistó a clientes de Versace, pero también de Ralph Lauren. A base de una sastrería que marcaba la cintura, realzaba el busto y a la postre daba la apariencia de una alta ejecutiva. Porque una cosa es apostar por una imagen como bandera y faro de llamada, pero otra muy distinta es lo que cuelga de las perchas en el interior de una tienda. Y Stefano y Domenico encontraron la gallina de los huevos de oro con propuestas tan válidas para una jornada de oficina como para abordar la noche en su versión más glamourosa. Según Tracie Rozhon, ésa fue la clave de su éxito: vender una imagen extravagante y llamativa de cara a la galería mediante campañas y celebrities, pero centrarse en cubrir las necesidades del armario sensato desde sus boutiques.

La primavera de 2003 fue un punto de inflexión en la historia de una firma que a medida que creció fue ampliando su espectro, y añadió matices a su universo. "La marca evoluciona hacia algo más sensual que sexual"– afirmaba Stefano Gabbana en 2007 al periodista Eric Wilson. "No queremos perder nuestras raíces, pero tampoco nuestro futuro"– decía Gabbana, mientras Dolce remataba: "No provocamos. Somos así". Y al S&D, la piel y el estampado animal le siguieron las flores, los tules y los bordados. Con campañas cargadas de sexualidad y violencia una temporada y a la siguiente convertidas en una oda al romanticismo y la delicadeza. Una firma con dos patas bien articuladas, la de Domenico Dolce centrada en la sastrería y el patronaje, y la de Stefano Gabbana, atento a las tendencias y con fijación por los complementos. Al fin y al cabo, todo gigante necesita de dos buenas piernas para echar a andar.