En unos grandes almacenes donde me refugiaba de las sofocantes temperaturas, paseaba entre las perchas sin buscar algo en concreto junto a mis dos hijos de cuatro y dos años, que hablaban y reían de sus cosas. Una desconocida se acercó, los observó con aire condescendiente y media sonrisa que interpreté de aprobación. Qué guapos son, me dijo, y reaccioné como toda madre: peinándoles, primero, y dando las gracias sin reprimir mi orgullo, después. Acto seguido la señora me observó la tripa, fofa, aguada. Una tripa común.

-¿De cuánto estás? –Inquirió.

Aquel obús alcanzó de lleno mi línea de flotación, o mejor dicho, mi línea de flotador. Tardé dos segundos en recomponerme, durante los cuales mi cabeza se debatió entre llorar sin consuelo mientras engullía a cucharadas una tarrina de Haagen-Dazs, o fustigarme la conciencia con la vana promesa de que empezaría la dieta por enésimo lunes en mi vida. Sin embargo esta vez fue diferente. Miré fijamente a la interfecta y, sin perder una más que correcta sonrisa, le respondí:

-No, no estoy embarazada. Sólo estoy gorda.

Tartamudeó una disculpa que no oí porque estaba atendiendo los reclamos de mis hijos, que querían huir de ahí. Yo también, lo admito. Agradecí entonces ese chaleco de balas que es la autoestima, una coraza que los años endurece y vuelve impermeable a los espumarajos.

Mis defectos físicos –si es que acaso necesitan de justificación- están en parte causados por mi doble maternidad, por una decisión personal de volcar mi escaso tiempo libre en mis hijos en vez de encerrada en un gimnasio, y por un ritmo de vida que ha impuesto su cadencia a los planes que alguna vez tracé. Hay una parte de genética, sin duda –y de desidia y gula por mi parte, cierto-, pero soy consciente de que, sin ser obesa, no defiendo ni me correspondo con los cánones de belleza que un grupo de autodeclarados expertos, de dudoso o nulo gusto estético, han impuesto a golpe de talonario en nuestra cultura.Pienso en otras mujeres, muchas de ellas adolescentes, que carecen de la autoestima necesaria que aporta la propia experiencia de vivir. Mujeres permeables a esa enferma visión de la moda y cánones de belleza, cargada de falacias que alimentan el hambre y los sueños de mucha gente que, consciente o no de lo irreal de la imagen, está dispuesta a maltratar su cuerpo y a enfermar por ellos mientras la industria responsable observa su agonía y calla.

Soy consciente de que, sin ser obesa, no defiendo ni me correspondo con los cánones de belleza.

Cuando hablan de mujeres que están fabulosas a cualquier edad, la palabra edad representa mucho más que un guarismo. No se trata de que alguien se conserve mejor o peor. Es mucho más. Es una catarata de autoestima, de experiencia vital, que traspasa nuestro rostro y nuestra forma de ser, y proyecta un mapa de los sentidos. Estar a gusto con una misma y pensar que si estás ahí, si estás así, es gracias a todo lo que has vivido y que, digan lo que digan, no cambiarías por nada del mundo.

Purificación García es madre dos hijos y autora de los libros "TE DEJO es JÓDETE al revés" y "La familia: alojamiento con tensión completa", ambos publicados por Espasa. La encuentras en Twitter: @SenoritaPuriy en su web www.senoritapuri.com

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