Es una epidemia y todos los pacientes presentan exactamente el mismo cuadro clínico. Tienen en torno a cuarenta años, pareja, trabajo, hipoteca, algún que otro hijo, algún que otro coche. Sus vidas parecen en perfecto orden cuando, de pronto, un día te llaman por teléfono y te dicen: "Me he separado".

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A eso siguen cafés, lágrimas y abrazos: no me lo puedo creer, con lo bien que se os veía, con lo felices que parecíais. Y no hablo de un caso o dos. Hablo de la mitad de mis amigos. Una auténtica plaga. Tanto es así que, cuando me abrazan, procuro contener la respiración para que no me contagien, porque una cosa es la amistad y otra la inconsciencia.

Lo bueno es que mi privilegiada posición de consolador anímico me ha convertido en un experto en rupturas. Incluso tengo clasificadas las distintas fases del duelo amoroso. Está, en primer lugar, la negación ("nos estamos dando un tiempo"), seguida de la depresión ("se me cae la casa encima") y la aceptación ("que le den"). Este proceso suele durar en torno a un año, y entonces, cuando el trauma es por fin superado, llega la etapa más peliaguda: el retorno de las citas.

A los veinte años, una primera cita es un acto rutinario y de bajísima implicación. A esas edades quedar con alguien, besarle y cogerle de la mano es el equivalente emocional a comprarse unos calcetines; te da igual que sean azules o verdes, de rayas o lunares porque, en fin, solo son unos calcetines. Por entonces, el alma todavía no se ha encallecido, no se ha instalado uno en ese cúmulo de neurosis que llamamos rutina y del que ya no hay quien le mueva. "Soy incapaz de enamorarme de un tío que no limpie la mampara después de ducharse", me dijo una amiga sin ser consciente de que acababa de eliminar, de un plumazo, a la práctica totalidad del sexo masculino.

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A los veinte, uno anhela las aventuras amorosas, las extravagancias, la incertidumbre. El amor, mejor cuanto más inconsciente. A los cuarenta, lo único que le pides a una primera cita es no acabar en comisaría ni en un hospital. A estas edades, uno se conforma con pasar un rato con alguien sin perder, en el proceso, la poca fe que para entonces conserve en la humanidad.

Las citas de mis amigas (por algún motivo ellas me cuentan más que ellos) se parecen más a un proceso de selección de personal que a un asunto del corazón. Buscan, de hecho, lo mismo que cualquier empresa: empatía, compromiso y disponibilidad para viajar. Se valorará, además, buena presencia.

Enredan en esas aplicaciones amatorias en busca de tipos cuyas rarezas coincidan con las suyas o, al menos, sean compatibles ("Si no limpia la mampara, por lo menos, que sea sensible a las manchas de cal"). Desconozco de qué manera analizan eso, pero sus métodos deben de tener porque inmediatamente distinguen entre raros compatibles y raros incompatibles. A veces les basta para saberlo con la foto o la profesión. "Este no, que es informático", me dijo otra amiga como si eso lo explicase todo.

Y, si tener una primera cita es complicado, tener una segunda se enmarca directamente en el terreno de lo mitológico, entre los unicornios y El Dorado. "Moriré sola", me dicen desesperadas algunas víctimas de la epidemia. Yo trato de animarlas, les digo que la pareja es un constructo cultural, otra manifestación del heteropatriarcado, que ahora nadie está solo sino single. Pero no cuela, claro.

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La clave, por lo que he podido comprobar en mi ya dilatada experiencia como observador neutral, pasa por insistir en la búsqueda y no dar escapatoria al amor. Cueste lo que cueste, hasta que las rarezas encajen. Y, si no hay manera de que lo hagan, oye, se quita la ducha y se instala una bañera.