A veces bromeo con madame Múzquiz (a.k.a. la directora de Cosmopolitan) diciéndole que “por trabajar cobro X, pero por trabajar y no dar mi parecer cobro el doble”. Quien me conoce sabe que soy una protestona. Que no me callo ni debajo del agua. Es lo que hay. No moriré rica, pero sí con el alma un poco más en paz.

Estamos inmersos en toda una cultura (laboral, social y familiar) en la que está mal visto decir públicamente lo que creemos que está mal, lo que nos preocupa o nos jode. Nos insisten en que está feo y no se debe hacer, no vaya a ser que se entere alguien de fuera. Lo de lavar los trapos sucios en privado vende muchos, pero que muchos, ansiolíticos.

No es que vaya por la vida como pollo sin cabeza y hablando sin filtro (porque ya tengo una edad y trae muchos problemas), sino que he aprendido que es infinitamente mejor ser asertiva y decir “esto sí”, “esto no”, o pararle los pies a tiempo a alguien antes que comérmelo y que al final me afecte emocionalmente, o me estalle como un obús enterrado en el jardín.

Mi entorno más cercano, Amante, amigos muy íntimos y mis sufridos abogados (un abrazo fuerte; sois mis héroes) saben que solo hay algo que me haga morderme la lengua: mi hijo y todo lo relacionado con su bienestar. Y no es por capricho, es mi mordaza porque todo lo que diga puede ser usado en mi contra -como en un juicio-, lleve razón o no.

A la rebelde y protestona que soy se la llevan los demonios cuando quiero hablar y no puedo, que me tengo que contener para no poner los puntos sobre las íes, para no contestar con el comentario que están pidiendo a gritos. Porque ojito con el delicado ego de los ofensores, que clavan el estilete una y otra vez pero se incomodan si gritas ¡ay!.

Los hijos. Los hijos son el arma más eficaz que un perverso puede utilizar en tu contra. No le hace falta más. El miedo a que les hagan daño, ya sea física o psicológicamente, es tan poderoso que calla cualquier boca y reprime a la más macarra.

En eso se escudan para escribir la historia a su manera. Para tergiversarlo todo. Para que en cuanto abres la boca para decir “esto no es en lo que hemos quedado” utilicen el argumento de que eres rencorosa, mentirosa, estás loca, o quieres hacer daño. Y te callas para no complicarte aún más la vida.

Hace años trabajé en una empresa en la que a uno de los empleados no se le pagaba directamente, sino que facturaba a nombre de su pareja, ya que así no constaban sus ingresos y no tenía que pasarle la pensión de alimentos a su ex mujer. Y no es que me lo contara alguien, es que era yo la que rellenaba el cheque cada mes por orden directa de mi jefe. Eran muy amigos.

En una sentencia reciente, el Tribunal Supremo dictaminó que el impago de la pensión alimenticia de los hijos es violencia económica. Hay casos a montones en los que el padre o nunca ha pagado la pensión, o trabaja y cobra en dinero negro para declararse insolvente (léase el párrafo anterior), o porfía y solicita una modificación de medidas para ahorrarse 50 cochinos euros al mes (pudiendo pagarlos holgadamente). En otros, el padre deja de visitar a los hijos porque no quiere integrarlos en su nueva vida, y desaparece sin más.

A la sociedad le viene bien la mordaza que algunas llevamos: así se evita la incomodidad de tener que señalar a los individuos que provocan ese daño, de destaparlos y VERLOS. Y no queremos verlos ni que trascienda nada fuera del ámbito privado porque nos perturba, porque saberlo y no decir nada nos convierte en cómplices. Porque resulta que a lo mejor ese individuo es tu hijo, o tu hermano, o tu pareja, o tu vecino, o tu amigo del alma.

O alguien que te lleva colando una historia 20 años.

Al menos las que la soportamos somos conscientes de llevar una mordaza, pero ¿qué vais a hacer vosotros con la venda en los ojos?


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