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A los intelectuales les encanta medírselas, enseñarlas y fardar de tamaño. No es que yo sea un intelectual, pero tengo que reconocer que la tengo bastante grande. Me refiero a mi biblioteca, claro.

En la solapa de su última novela, el escritor de guardia mira al infinito con una mano sujetando la barbilla y, de fondo… las baldas de su abigarrada librería particular… En el reportaje fotográfico del sesudo suplemento literario, aparece atestada de libros la guarida donde el ensayista pergeña sus obras inmarcesibles. Por todas partes, libros. En vertical, en horizontal, en diagonal. Libros dentro de libros. Si el intelectual sonríe (cosa notable) veremos que sus dientes son también una pequeña biblioteca de volúmenes cuyas páginas empiezan a amarillear. Y su mesa de trabajo es un pequeño Manhattan de libros. Esos libros son la prueba incontestable de que el intelectual anda en pos de una verdad esquiva y esencial. Esos libros son las Fosas de las Marianas del pensamiento, a cuyas profundidades el intelectual desciende sin bombonas de oxígeno.

En la revista de arquitectura de interiores donde se retratan las casas de esa élite preparada y accesible, bohemia y pija al mismo tiempo, los libros ocupan un lugar estratégico en la decoración. En la mesita del café, esa pieza única de diseño danés, los catálogos de grandes exposiciones. A ser posible, una retrospectiva de Rothko.

Sí, no está mal. Los libros son también la cresta del gallo, la cola del pavo, el culo rojo del babuino. El reclamo sexual.

Y ahora la estrella de rock aparece tirada en una cama revuelta, entre cajas de pizza, botellas de vodka mediopensionistas, vinilos y lencería adherente. ¿De qué está llena la mesilla de noche? De libros. Mejor si son de la generación ‘beat’. O de Chuck Palahniuk. Libros que también recorren el suelo, como las piedras que sirven para cruzar un río, rumbo al baño (o la civilización). Libros en inglés, en francés, en alemán. Libros metódicamente desordenados.

¿Qué libro elegiremos para epatar a las visitas? Será el que quede abierto, bocabajo, como un murciélago estampado contra el suelo, mostrando su sumisa indefensión. ‘¿Ah, estás leyendo a Sebald… en alemán?’ Sí, no está mal. Los libros son también la cresta del gallo, la cola del pavo, el culo rojo del babuino. El reclamo sexual.

Llevan décadas sirviendo de pose. Y digo ‘pose’ y no digo ‘postureo’, porque ‘pose’ existía antes que ‘postureo’. Y estamos dejando de usar la palabra ‘pose’. Y usar ‘pose’ en vez de ‘postureo’ no es más que una ‘pose’.

Usar ‘pose’ en vez de ‘postureo’ no es más que una ‘pose'.

El caso es que los libros sirven para muchas cosas, entre otras para presumir de culto, de intelectual, de profundo. Y así tiene que ser, porque si ya nos bombardean con miles de mensajes aspiracionales para que compremos toda clase de estupideces que no necesitamos, no está mal que de vez en cuando en todo el torrente de mercadotecnia inútil que sufrimos, se cuelen las fotos de Instagram y Twitter de nuestros conocidos, donde fotografían párrafos de libros, o portadas de los libros que están leyendo, o unas piernecillas en la playa y un libro en el regazo (a veces quiero ser libro).

Bienvenida sea, pues, esa fascinación por el libro, por el objeto, por su especialidad. Porque un espacio ocupado por un libro se dignifica. Y bienvenidos sean los #hashtags sobre libros, las listas, las efemérides, los portales para recomendar títulos, los clubes de lectura… Bienvenidas las bolsas de tela, ese imprescindible adminículo de los ‘moderners’, que lucen párrafos de libros; bienvenidas las camisetas de Kafka de los que fueron en los noventa de Interrail a Praga.

Porque, qué coño, los libros deben ser los reyes de la casa. Aunque no quepamos.

La mía es enorme, mi biblioteca. Y no: no me he leído todos esos libros. Algunos son sólo de consulta. Otros los compré cuando uno se dejaba la paga en construir una biblioteca completa, en la que no faltara ‘lo esencial’. Hasta que uno se da cuenta de que siempre faltará lo esencial, porque lo esencial es todo. Y cambia. Y llega a la etapa de ‘estoy deseando regalar libros’, ‘he donado cinco cajas de libros’, ‘ya sólo los leo y los regalo…’. Es una etapa de pose bibliófila que se cura con el tiempo. Porque, qué coño, los libros deben ser los reyes de la casa. Aunque no quepamos. Un hogar sin libros, no es digno de tal nombre. Los libros y la nevera. Y una minibodega debajo del fregadero. Yo me entiendo.

En fin, que se me congela la sangre cuando pienso que entre los minipisos y la irrupción de los libros digitales, el fenómeno de las bibliotecas personales está amenazado de muerte. ¡Con lo mucho que se aprende con sólo pasear la mirada por los lomos de los libros de cualquier biblioteca!

A mí me encanta tenerla grande. Cuanto más, mejor.

Toño Fraguas (Madrid, 1975) es periodista. Licenciado en Filosofía, publica en diversas cabeceras y colabora en la Cadena SER y en RTVE. Trabajó en 20 Minutos y El País. Es profesor del Máster en Gestión Cultural de la Universidad Carlos III.

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