Ya me he puesto mi jersey de renos y he cantado a grito pelado el Jingle Bell Rock. Doy por inaugurada la Navidad. La mía, claro. Porque en algunos sitios ya la estaban estrenando cuando todavía ni me había quitado la tobillera que me compré en la playa. Qué dura ha sido la transición este año; del biquini al calendario de adviento sin pasar por una rebequita emocional. Reconozco que mucho te tienen que gustar estas fiestas para poder controlar tus instintos asesinos cuando paseas por las zonas comerciales de tu ciudad. Pero, os lo juro, hay un mundo maravilloso al otro lado del odio.

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No soy una ‘Navilieber’, soy capaz de ver todas esas cosas que nos dan ganas de meternos debajo del nórdico hasta el siete de enero: las cenas de empresas, los regalos por obligación, las aglomeraciones, las resacas, las ausencias, que regalen animales como objetos, la soledad, fregar los platos, los kilos de después, echar de menos, la gente sin casa ni abrazo… Es más, diría que son las mismas que hacen que te cueste levantarte el día ocho pero, como en todo, siempre hay otro lado al que asomarse.

No sé si la percepción que tengo de estas fiestas será culpa de las películas americanas navideñas en las que siempre aparece uno que tiene una cafetería o hace pasteles, y que es el que ‘rescata’ a otro que tiene una vida vacía y ha dejado de creer en Papá Noel. Juntos salvan algún edificio histórico o decoran el árbol más saturado de cosas que pueda caber en una pantalla de televisión —con enamoramiento de por medio, por supuesto—.

Pues bien, esa soy yo: la que hace galletitas y os voy a explicar por qué no debemos perder el espíritu de la Navidad. Ni en diciembre ni el resto del año.

Somos mejores. En estas fechas vuelvo a creer en la gente. Me da la sensación de que, mientras duran las luces de Navidad, valoramos más, queremos bonito, cuidamos mejor y nos preocupamos del vecino. Diría yo que durante esta época nos volvemos más empáticos y hasta simpáticos. Será cosa mía.

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Hay dos detalles que hacen de la Navidad mi época preferida del año: el brillo de ojos y la Nochevieja. Mis padres se conocieron el treintaiuno de diciembre y es el día que más celebramos en mi casa. Tras las campanadas nos besamos, casi siempre lloramos, nos decimos que nos queremos con locura, nos queremos con locura —estas cosas hay que llevarlas a la práctica—, terminamos de tragar las uvas, de bebernos el cava y vamos corriendo a darnos los regalos más especiales y personales que hayamos conseguido idear durante meses. Ni grandes ni caros; especiales.

Por otro lado, soy adicta a la gente que va con el brillo de ojos puesto. La adoro, la necesito en mi vida e intento rodearme de ella siempre que puedo. Durante el resto de meses —excepto esos en los que llevamos tobillera— nos vamos estropeando, agotando y olvidando de lo importante. Vivimos en un ‘el lunes empiezo’ constante. Las obligaciones se comen todo el tiempo de los placeres y los ‘puedo con todo’ se nos van haciendo pequeñitos, mientras llenamos los cajones de ‘carpe diem’ pospuestos. Pero entonces, ponen el alumbrado en los barrios y, ataviados con gorros de lana y manoplas —el jersey de renos es opcional—, volvemos a creer que todo es posible. Llenamos nuestras agendas nuevas con listas de propósitos que, esta vez sí, cumpliremos. Menos lo del gimnasio; eso lleva perenne e intacto desde mi primera vez en el mundo de los propósitos.

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© Fotograma de 'Friends'.

No sé si permaneceré mucho tiempo en el lado ‘cuqui' de la Navidad o si, de aquí a unos años, cuando las ausencias sean cada vez más ausencias y la paciencia esté apagada o fuera de cobertura, volveré aquí a contar por qué Mr. Scrooge tuvo razón todo este tiempo. Mientras tanto, seguiré con estas ganas enormes de achuchar a mi familia, de las ciudades y casas llenas de luces y dulces, de planear regalos que hagan ilusión y de mis jerséis de renos. Y, por supuesto, de mi lista de propósitos sin estrenar. Porque, qué queréis que os diga, yo en enero me siento invencible. Será cosa mía.

PATRICIA BENITO (@labenitoescribe)

Patricia Benito (Las Palmas de Gran Canaria, 1978) trabajó como crupier durante años en un casino hasta que decidió poner el contador a cero y empezar a vivir de lo que le apasiona: escribir. Autora de Primero de poeta (Ed. Verso & Cuento) y de versos cortos en su perfil de Instagram y Twitter.

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