No soy una buena persona. Intuyo que mala tampoco, al menos, no malísima. Pero buena, lo que se dice un pan de Dios, tengo claro que no soy. A medida que pasan los años me voy bastardeando como ser humano. Me lo noto. Cuando era jovencita era mejor que ahora (creo), al menos vivía ajena a muchísimas de las cosas malas con las que nos topamos a diario y esa ignorancia me hacía más buena, más inocente. Con la madurez empiezas a ver el lado oscuro. Y un día te descubres preguntándote a ti misma cuándo empezaste a empeorar ¿En qué momento ocurre?¿Y si ser una buena persona es esto, preguntarte si lo eres?¿Y si estoy equivocada y resulta que soy una santa?¿Y si me merezco un altar? Nah.

“Alguien malo ni se plantea si es bueno”. Me lo dijo un amigo hace poco y, aunque no tengo claro que pueda aceptarse como una verdad universal, me vale como consuelo. Porque lo que a mí me gustaría es ser una buenísima persona, pero no sé cómo se hace. Eso sí, intuyo que conseguirlo debe costar mucho sacrificio.

Aquí tenemos el primer punto que suele asociarse a las buenas personas: son sacrificadas. También son generosas, amables y honradas, pero son, sobre todo, sacrificadas. Y yo lo de los sacrificios lo llevo fatal. De toda la vida, intento hacer sólo los imprescindibles o súper necesarios. La sola palabra, sacrificio, ya despierta en mí cierto rechazo; basta con que alguien me diga que sólo tengo que sacrificarme un poco más, para que todo se vaya al carajo. Si alguna vez lo hago, es de forma totalmente inconsciente. Sin pensarlo. Punto menos para mí.

Ya que buenísima no puedo ser, vamos a ver si soy sólo buena a secas, del montón:

Según este artículo, la psicoterapeuta Meredith Strauss plantea las siguiente preguntas que deberás responderte con sinceridad para saber si lo eres:

1-¿Tengo compasión por los demás?
2-¿Soy caritativa?
3-¿Ayudo a los demás de corazón o sólo lo hago por ser políticamente correcto?
4-¿Que dirían mis amigos y familiares si les preguntaran si soy una buena persona?
5-¿Las cosas materiales son más importantes que la gente?
6-¿Cómo contribuyes al mundo mientras estás en él?

Veamos: claro que siento compasión, he dicho que no soy buena persona, no una psicópata; soy caritativa en la intimidad (pero no a diario, ni en la calle ni en el Metro); he preguntado a mis amigos y dicen que soy buena, pero que cuando me lo propongo puedo ser una gran bitch; lo que más me importa son las personas, siempre, más que la espiritualidad, más que los animales y, sin duda, más que un buen par de zapatos; y mi contribución a este mundo se limita a reciclar (casi) todo el plástico y el cartón que llega a mi casa. Pero el punto número 3, ay, ese es otra historia.

Saber si eres bueno de verdad con los demás, con sinceridad, de corazón, es tremendamente difícil. Ahí es cuando la generosidad y la caridad se pueden camuflar de pose e hipocresía. Esto, que la bondad también puede ser inmoral, lo explica como nadie Albert Camus en La caída. El protagonista, el abogado Jean Baptiste Clamence, cuenta durante todo el libro cómo durante muchos años vivió sintiéndose generoso y caritativo, ayudando al prójimo en todas sus acciones, siempre que podía. Un día, se dio cuenta de que los demás le juzgaban, sin parar, porque eso es lo que hace constantemente el ser humano: juzgar.

Clamence no pudo soportar ese descubrimiento y acabó devorado por el peor de los juicios posibles, el que nos hacemos a nosotros mismos. Se juzgó hasta concluir que toda su bondad y su generosidad, que toda su caridad y su indulgencia, no había sido más que pura fachada, que obraba así sólo para sentirse superior a los demás. A partir de ahí, se convierte en juez penitente y dedica sus días a contar su epifanía existencialista a todo aquel que le quiera escuchar en una cafetería.

A través de su monólogo, los clientes que escuchan a Clamence descubren en sus palabras su propia hipocresía, las respuestas a muchos de sus conflictos ocultos, de sus debates interiores. Camus nos enseña que nadie está a salvo del juicio de los demás y que no existen las buenas ni las malas personas, sólo gente imperfecta que se las arregla como puede para vivir en este mundo. De modo que, si llegado a este párrafo, sigues creyendo que eres bueno, quizá te conviene leer ya La caída. Y si no, también, porque cualquier excusa es perfecta para volver a Camus.

Creo que no soy una buena persona, lo dije en la primera de estas líneas. Puede que haya intentado mantenerme en los niveles de bondad de mi juventud, cuando apenas había lugar para esa hipocresía, pero eso es muy difícil de conseguir. Dificilísimo, casi imposible. A medida que te vas convirtiendo en adulto descubres muchas cosas (algunas incluso buenas), pero sobre todo una que lo fastidia todo. Un sentimiento tan fuerte y poderoso que puede cambiar tu forma de estar en el mundo: la culpa. La culpa puede transformar al mayor santo en el peor de los demonios.

Todos los adultos nos sentimos culpables en algún momento de nuestras vidas. Y si no todos, casi todos. Algunos más a menudo que otros; unos con más motivos y otros con ninguno, pero da igual, porque sea fundamentada o no, la culpa corroe, te hace peor. Supongo que la clave está en no dejarte arrastrar por ella, en no amargarte hasta amargar a los que te rodean. Por eso hay que aprender a callarla. Y en esas estoy cada día.