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La herencia de Melania Trump

El papel de la primera dama norteamericana, como el de la mayoría de consortes del Estado moderno, es una de esas fórmulas que perviven camufladas ante el progreso. Como si no fuéramos conscientes del flaco favor que hoy hacen a una mujer que creíamos emancipada.

Por Enrique Cortés
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En ocasiones, asistimos como impertérritos ante el inmovilismo de ciertas instituciones cuyo espíritu y razón de ser creíamos seriamente superados. Como si de repente aceptáramos aquello de “las cosas son como son” y entonces el debate social se disipara entre miedos, celos y, por supuesto, indiferencia. En esa lucha lleva la mujer inmersa varios siglos.

Es precisamente a una mujer -la periodista británica Mary Clemmer Ames- a la que se le atribuye comúnmente el término primera dama. Allá por los años setenta y en pleno siglo XIX, se refería ya a la esposa del presidente norteamericano Rutherford B. Hayes, Lucy Ware Webb, con el pomposo título de The First Lady of the Land. Título, por cierto, que el teatro hacía suyo en 1911 de la mano de Charles Nirdlinger con una obra sobre la esposa del presidente Madison, Dolly Dandridge Payen Todd. Aunque, si nos ceñimos al sentido estricto del término, sería Martha Dandridge Custis -mujer de George Washington- la gran pionera en aquello de dotar a la jefatura del Estado de ese revestimiento emocional, humano y preeminentemente estético.

Fueron y son muchas a lo largo y ancho del globo las que han ondeado tan elevado estandarte pero muchas menos las que han detentado verdadero poder. Sin embargo –y esto es quizá una constante en la lucha feminista- también son muchos los casos de mujeres que sin ruptura, en silencio y desde la propia institución, se han afanado por dignificarla y dotarla de las mayores cotas posibles de poder.

Eleonor Roosevelt fue quizá una de las primeras damas con mayor influencia en la vida política americana. Considerada una de las mujeres más influyentes del siglo XX, su paso por la Casa Blanca dejó huella, oponiéndose públicamente a decisiones políticas del presidente, poniendo en marcha numerosas empresas humanitarias y recibiendo con ahínco los mandos de la administración a la muerte de Franklin Roosevelt. Tras ella, casos como los de Argentina -salvando amplias distancias- donde una aguerrida Evita Perón pronunció aquello de “Prefiero ser Evita antes de ser la mujer del presidente”. O, por supuesto, el de una Hillary Diane Rodham (su nombre de soltera) que siempre tuvo aspiraciones políticas mucho más allá de un título protocolario, despolitizado y basado en la retórica emocional en el que muchas sí se replegaron.

Ya en Europa, algunas monarquías como la española o presidencias como la de la República Francesa se acercan en algo a este concepto. Así, aunque no se le concede ningún estatuto constitucional, la Republique dota con cierta asignación presupuestaria a la oficina y personal de la mujer del presidente. Ejemplos como el de Carla Bruni dejaron patente la exposición y preeminencia mediática que pueden llegar a recaer sobre la primera dama francesa. Ya en nuestro país, evidente es la casi ausencia de una primera dama -entendida como tal- en lo referente a la presidencia. Sin embargo, el papel de la reina consorte en general y el de la Reina Letizia en particular dan buena cuenta de una institución que, aunque visiblemente actualizada y modernizada, sigue bebiendo del concepto de representación estética femenina.

Sea como fuere, pareciera que una institución que -en esencia- relega a la mujer a un consentido segundo lugar, presentándola como garante de la familia y el matrimonio y que no le otorga competencias más allá del protocolo de flores y recepción oficial, no debiera tener ya una butaca reservada en el contexto social de nuestros días. Cada vez chirría más seguir hablando de los looks de Melania Trump mientras exigimos igualdad salarial. Clamar por la feminización del lenguaje o la educación mientras pasamos de puntillas por la pervivencia de figuras que encasillan a la mujer en un arcaico segundo plano. Una institución que, aun cuando otorga verdadero poder político -como ocurre en las campañas electorales americanas- lo hace más para ensalzar el lado humano del líder masculino que como verdadera reafirmación del papel de la mujer. Una tradición institucionalmente aceptada que, sin una revisión contemporánea que module sus formas y funciones, reproduce buena parte de los clichés machistas que nos esforzamos en combatir.

Muchos le quitarían hierro al asunto alegando postulados marketinianos. Asegurando que no se trata sino de otra figura política necesaria. De “una cuidadosa sintaxis iconográfica estructurada de acuerdo a un ideal institucional”, en palabras del estudioso Mario Alejandro Grillo. Un dictado social, pues. Y a juzgar por los hechos, parece que así fuera; que aún necesitáramos un aderezo femenino para adornar y construir una figura de líder político masculino y verosímil.

Melania Trump

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En un contexto de gran controversia política, una reservada Melania Trump prevé convertirse -incluso delegando en la jovencísima Ivanka Trump- en una primera dama de claro perfil familiar y alejada de los tejemanejes de la política de Washington.

Michelle Obama

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Desde un perfil más discreto que su predecesora, su papel como primera dama ha destacado por el peso emocional en su apoyo al ex-presidente Barack Obama y por su determinación en diversas causas sociales, desde la mujer a la salud o las artes.

Hillary Clinton

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Como primera dama, fue la primera en disponer de despacho propio en el Ala Oeste de la Casa Blanca. Su posición fue absolutamente central y preeminente, señalándose como la consorte con más poder desde Eleanor Roosevelt. Senadora y Secretaria de Estado, ha sido candidata en las elecciones en 2016.

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Barbara Bush

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Alumna aventajada de Yale y madre de seis hijos, uno de sus trabajos más importantes ha sido y es hoy la causa de la alfabetización universal, fundando la Barbara Bush Foundation for Family Literacy.

Nancy Reagan

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Apasionada de la alta costura y afanada en la lucha contra las drogas, su influencia jugó un papel determinante en las campañas y decisiones de Ronald Reagan, en una de las etapas más convulsas de la historia de EEUU.

Rosalyn Carter

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Sus campañas electorales en favor de Jimmy Carter fueron decisivas para su ascenso a la Casa Blanca. Además, fue y es directora del Centro Carter, observatorio político de gran calado en EEUU.

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Elisabeth Ford

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Desde Eleanor Roosevelt, la primera dama más activa en la vida política y social. Sus postulados sobre el aborto o su lucha contra el cáncer de mama la convirtieron en gran estandarte del movimiento feminista.

Patricia Nixon

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Desde un perfil más conservador y privado fue, sin embargo, una de las primeras damas que más viajes diplomáticos realizó, gran precursora de empresas sociales y benéficas, desde la mujer a la salud o las artes.

Jacqueline Kennedy

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Aunque desde un perfil menos político, su participación en la vida pública, contribución a las artes y su elegante estilo la convirtieron en icono de la moda y personaje histórico por excelencia.

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Anna Eleanor Rosevelt

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Su papel fue clave en la implantación del New Deal y la aprobación en 1948 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Se la considera la primera dama de EEUU con mayor peso político de la historia.

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