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Jennifer Lawrence. Imagen: Giphy.

WhatsApp, WhatsApp, WhatsApp. No te pasa que, cuando dices muchas veces una misma palabra, ¿deja de tener sentido y suena rara? Gua-sap, guats-ap, guat-sap. En esta era digital en la que tu teléfono no es tan sólo un Smartphone o un dispositivo digital cualquiera, no, tu teléfono es tu teléfono y, por tanto, una extensión más de tu brazo, tu mano, tu alma y tu ser, tanto espiritual como digital, la mera idea de prescindir de cualquier app es algo descabellado.

Por eso, me puse a prueba y, durante una semana, sí, una semana de lunes a domingo, tal como dicta el calendario gregoriano, prescindí de una de las apps más famosas y más utilizadas en el mundo: WhatsApp. Bueno, debo matizar que para mucha gente de fuera de nuestras fronteras, WhatsApp está demodé y utilizan más iMessage, Messenger de Facebook, WeChat en países como China e, incluso, Telegram (que aún sigue existiendo).

No he podido evitar este experimento porque me di cuenta de que, cada vez más y más, resulta casi imposible vivir sin el teléfono. Ya no sólo por estar contacto con la gente que, bueno, en realidad, es hasta secundario (tienes un pequeño ser asocial dentro de ti, reconócelo, no pasa nada), sino porque toda la vida digital/social está dentro de ese artilugio al que llamas teléfono. Si no tienes batería, no puedes llamar por una cabina porque ¡sorpresa! han dejado de existir o están todas trucadas. Olvídate de ir a una cafetería para llamar por una cabina porque se van a reír de ti (lo he comprobado). Si no tienes batería y tienes que ir a un lugar que no conoces y habías quedado con alguien, date por muerto porque, claro, no sabes llegar al sitio y, ¿cómo vas a avisar a la persona con la que habías quedado? jaja, si no te sabes ningún número, ¿para qué? si ya está iCloud.

Sí sí, ríete, todo esto es hilarante pero cuando te pasa y sientes que tienes quince años, pero no quince años de ahora, no, te recordamos que la generación Z nace con un iPhone/Android bajo el brazo, sino quince años de hace más de diez, te sientes completamente ridícula porque ¿cómo es posible que teniendo el teléfono de última generación no tengas forma de contactar con nadie? Bueno, esto lo he dramatizado, que todavía puedo llamar, pero era para ponerte en situación y que, así, pudieras empatizar más.

Como cualquier ruptura, fin de una era y/o separación, hay ciertas fases que deben ser superadas para poder seguir adelante y comenzar una nueva vida. Las cinco etapas estipuladas por Kübler-Ross para el duelo (en este caso digital) son la negación, la ira, la depresión, la negociación y la aceptación. Así no sólo las refrescas sino que, además, aprendes un dato más y quedas de persona súper cultivada.

Lunes por la mañana, no recordaba nada de lo que dije a mis amigos, compañeros de trabajo el domingo por la noche. “Voy a estar una semana sin WhatsApp, contactadme por e-mail, otras vías, lo que sea.” Y todos “Sí sí, claro, a ver cuánto aguantas, si eres la reina del WhatsApp, no tardas más de diez minutos en contestar”.Con tanto trabajo, todo el día se me pasó volando, “no pasa nada” me dije, “voy bien, todo en marcha, no lo necesito”. La negación me rodeaba, sin embargo, a la hora de la comida, cuando fui a cotillear y mandar fotos absurdas, recordé qué app no podía utilizar. Mis amigos, los conectados a todas horas y los modernos, respondieron al minuto al Messenger de Facebook pero ¿y los que no? ¿Qué pasa con los que tienen trabajos normales? O para rizar el rizo, los que no tienen ciertas apps en sus teléfonos, ¿cómo contacto con ellos? Pánico. Me agobié, respiré y recordé que no pasa nada, que es lunes y la gente está ocupada y está trabajando. En esta burbuja de la negación, tanto el lunes como el martes pasaron sin pena ni gloria porque tengo la suerte de que me salva el trabajo, me refugio en él, en las cadenas de e-mails y me doy cuenta de que no necesito WhatsApp, tecnología 0 – fuerza de voluntad 1. (Bueno, mentira, porque me descargué WhatsApp para el ordenador para ver si así todo es más llevadero.)

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He sobrevivido a los dos primeros días y, todavía, creía que podía vivir sin esta pequeña pero traviesa app. Jaja. Miércoles a mediodía, paré a comer y empecé a hacer planes para esa tarde, es decir, miernes (miércoles + viernes) o el juerves/juergues (jueves + viernes/jueves + juerga). No tenía ningún plan/evento. “¿Cómo es posible? Si hablé con ellos por e-mail el otro día y me dijeron que sí.” Pues porque no ha habido confirmación por WhatsApp. Todo este cacao me llevó a la ira, el segundo paso o la segunda fase. “Si siempre tengo algo que hacer” “Si soy yo la que pasa de los tropecientos eventos que me llegan en Facebook”. Pues me equivocaba. Al no tener más que el simple plan de tomar cañas con compañeros de curro y por no querer ir sin acompañante a ese evento tan guay de Facebook, llegué a la depresión o tercera fase. Claro, me creía la reina del mambo y que no me iban a afectar las cosas que están subiendo toooooodos mis amigos a las Redes Sociales. Jajaja, ¡qué ilusa!

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El jueves por la mañana, con rabia, entre gruñidos y espuma en la boca, seguía viendo likes, etiquetas, fotos y conversaciones sobre ese evento tan guay al que no pude ir porque no podía ir sin nadie y, claro, mi mejor amigo no contestaba por Messenger (¿quién llama a estas alturas de la vida?).Aunque tan sólo estoy a mitad de la semana, mis fuerzas empezaron a decaer y no aguanté más. Cogí el teléfono, bajé la pestañita de notificaciones y miré de soslayo todas las conversaciones de Whatspp. “Lucía: tía te he escrito varias veces ¿dónde andas?” “Grupo random de chat: jajaja sí sí esa foto de ayer era la caña, ¡¡mirad esta otra!!” Entonces, sin saber muy bien cómo, caí en la siguiente fase, la cuarta conocida como la negociación. Empecé a (re)escribir a todos mis amigos para, que, por favor, utilizaran, sólo por un par de días, otra vía de comunicación con la que pudierahablar con ellos al segundo, cerrar los detalles de algo al minuto y confirmarlo, como muy tarde, a la media hora.

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Gracias a mi don de la palabra (virtual) conseguí, a través de e-mail y de Facebook, acompañante para esa presentación y posterior concierto al que quería ir porque sabía que va mi ligue del otro día y ¡claro, no podía ir sola! Esta táctica, por suerte, me funcionó tanto el jueves por la noche como todo el viernes.

Sábado por la mañana o lo que es lo mismo, resaca, desconexión total del ordenador o portátil, la cosa se complica, porque o WhatsApp o WhatsApp. La gente no utiliza otra cosa. Y, tras varias horas de escribir por Instagram, Messenger o iMessage llegué a la última fase, la aceptación. Acepté que, por un fin de semana, no pasa nada si no salgo de fiesta, no voy a esa cena o, simplemente, no consigo hablar con nadie porque la gente es tan pasota que no mira casi el teléfono los fines de semana porque tiene eso tan utópico como desconocido, algo llamado vida.

Recordé que un sábado de peli, mantita y palomitas no es tan horrible o que ir a cenar por ahí sola y dar un paseo era algo que solía hacer antes de tener una exuberante vida social y me encantaba. “¿Por qué dejé de hacerlo? ¡Si es lo más!”.

El domingo por la mañana me levanté, casi ni miré el teléfono, ya me he desintoxicado, salí a pasear, hice fotos para subirlas a Instagram e, incluso, me reí porque me di cuenta de que podía con la tecnología. Error. Esta maravillosa burbuja es irreal porque, cuando llega el domingo por la noche miré WhatsApp y las cientos de notificaciones que tenía pendientes, sonreí y caí de nuevo en ese bucle virtual que tanto me había costado superar. ¿WhatsApp o no WhatsApp? He ahí la cuestión.

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