Medio siglo de modelo de negocio al garete en un momento y todo porque el cliente siempre tiene la razón. El viejo adagio comercial como exorcismo de una industria poseída por el vértigo endiablado del consumidor 3.0. Obligada a cumplir con un t(i)empo nuevo, la moda se rinde por fin a la sociedad del “lo veo ahora, lo quiero ya”. Sucedía el pasado 5F (fecha de efeméride para recordar), el día en que todo cambió con la bomba lanzada por Burberry: la centenaria marca británica se apea del calendario/ciclo oficial para presentar sus colecciones de mujer y hombre juntas, dos veces al año, sin etiqueta de temporada y de venta –presencial y electrónica– inmediata. O sea, que en cuanto termine el desfile (a partir de ahora, en septiembre y febrero), lo que se haya visto sobre la pasarela podrá llevarse en la calle prácticamente al instante, sin la habitual demora de cinco o seis meses. Adiós, prêt-à-porter; hola, buy-now-wear-now.

“Los cambios que estamos acometiendo nos permitirán acortar la conexión entre la experiencia que creamos con nuestros espectáculos de pasarela y el momento en el que la gente puede explorar físicamente la colección por sí misma”, argüía al respecto Christopher Bailey, todopoderoso director creativo y ejecutivo de la firma (todo en uno desde octubre de 2013, tras la sonada fuga de la hasta entonces consejera delegada, Angela Ahrendts, a Apple). Pionera en posicionarse en el mercado online, Burberry da así el paso definitivo que se le venía exigiendo a una industria rehén tiempo ha de las nuevas normas establecidas por la llamada moda rápida: “Comenzamos a transmitir en directo los desfiles por Internet en 2008 y, a partir de entonces, no hemos dejado de comunicarnos directamente con nuestros clientes. Pero no podíamos seguir pidiéndoles que acomodaran sus demandas al ritmo tradicional. Siempre les he dicho a mis equipos que es imposible esperar que el consumidor comprenda nuestros tiempos de producción. Es ridículo. No puedes soltarle al comprador: ‘Estamos realmente emocionados, vamos a estimularte y a inspirarte, pero no vas a tocar ni sentir nada hasta dentro de seis meses’. En moda hablamos del momento y de lo que le corresponde. Pues el momento es el del desfile, no meses después. Así que ahora estamos intentando decirle: ‘Nos importas, queremos servirte y necesitamos cambiar nuestros métodos en lugar de pretender que lo hagas tú’”.

Lo fascinante del asunto es que, mientras la mayoría (de los interesados) trataba de digerir las declaraciones de Bailey al diario electrónico WWD, un segundo misil impactaba en la misma diana: apenas un par de horas después, Tom Ford proclamaba en comunicado oficial su decisión de sumarse a la iniciativa. El diseñador texano, que meses atrás anunciara su intención de presentar su colección otoño/invierno 2016-2017 en una serie de encuentros reducidos con prensa y compradores durante la semana de la moda de Nueva York, a finales de febrero, cancelaba las citas hasta el próximo septiembre, cuando revelará su producto también en un único desfile mixto y justo a tiempo de su irrupción en los puntos de venta. “Mostrar la colección en el instante en que llegue a las tiendas permitirá que toda esa excitación que genera una pasarela conduzca directamente a las ventas y a satisfacer el creciente deseo de nuestra clientela de conseguir las prendas que quiere en cuanto las ve”, razonaba vía nota de prensa.

Como no hay dos sin tres, al poco era Vetements la que movía ficha. La enseña francesa, que en un par de temporadas ha pasado de culto secreto a religión masiva tras el nombramiento de su cofundador, Demna Gvasalia, como director creativo de Balenciaga (a primeros del pasado octubre), informaba de que, a partir de 2017, trasladará sus presentaciones de febrero a enero y de sepyiembre a junio, en un desfile mixto cuyas propuestas comenzarán a despacharse al mes siguiente. Algo parecido a lo que, según trascendió a continuación, planea Paul Smith, que hace ya un año refundió las divisiones de diseño de sus colecciones femeninas y masculinas en un único equipo. Una reacción en cadena que suena a sálvese quien pueda y tonto el último.

Como suele ocurrir con las revoluciones, la polvareda levantada en el momento no deja ver con claridad el panorama. Puede que la moda haya decidido lanzarse de repente a la reforma de un sistema que se percibe obsoleto sobre todo desde que las nuevas tecnologías se han hecho cargo de los deseos del consumidor. Y puede que lo haga, precisamente, poniendo por delante el sacrosanto nombre de su destinatario final, esto es, el comprador. El problema es que este ya no es un comprador cualquiera, sino el que ella misma se ha encargado de modelar generándole constantes –y en su mayoría innecesarias– necesidades de consumo desde hace al menos dos décadas. Un comprador al que se ha cebado con novedades mensuales y hasta semanales, instalándolo en una dinámica que ha convertido el mero hecho de ir de compras en una absorbente actividad de ocio y entretenimiento (como ir al cine o a un concierto), en la que encontrar dos veces seguidas la misma mercancía en percheros y estanterías está penado con el aburrimiento y el consiguiente abandono/desinterés por la marca. Ante semejante situación ya no es posible responsabilizar del fenómeno de la moda rápida a las grandes cadenas de consumo masivo y su política de inspiración de diseño caro a precio de ganga, o no solo, porque incluso las casas de lujo no han dudado en participar del juego sumando cada vez más colecciones y líneas de producto al año para su clientela (así tengan que exprimir a sus creativos hasta secarlos o empujarlos al abismo, así hayan de producir en China, Rumanía, Ucrania, Turquía o Portugal). Añádanle a todo eso el magno escaparate global de Internet y, en especial, de las redes sociales, con su continuo bombardeo de estímulos y su sobreexposición de artículos a un me gusta de distancia, y obtendrán el escenario definitivo.

People, Style, Fashion, Youth, Street fashion, Jacket, Long hair, Fashion design, Fashion model, Blond, pinterest
Desfile de Burberry en Londres, el pasado marzo. © Getty Images

La cuestión es si el repentino afán de la industria por resintonizar al fin sus tiempos con la demanda urgente del consumidor, satisfaciendo de paso ese deseo de gratificación instantánea (el orgasmo de poseer el producto desde el minuto uno en el que se le echa el ojo, sobre todo si se percibe como un chollo, una reacción con base tan cultural como neurológica según ha tipificado una investigación conjunta del Instituto de Tecnología de Massachussets y las universidades de Stanford y Carnegie Mellon, en 2007), obedece a una intención genuina de resetear el sistema o si no se trata más que de una huida económica hacia delante de ciertas firmas. Para empezar, porque la iniciativa parece reservada solo a las empresas con recursos financieros e infraestructuras propias: cualquier etiqueta de tamaño medio o pequeño, cualquier diseñador independiente están sujetos a las condiciones impuestas por sus proveedores, talleres y distribuidores, de manera que el tradicional ciclo de seis meses entre el desfile/presentación, pedidos, producción y entregas aún parece insalvable. Y tampoco conviene obviar el ingente gasto que supone pasar por la pasarela cuatro veces al año, como mínimo.

Tal semeja el caso de Vetements, que previamente ya había salido de la rueda de las precolecciones y cuya actual decisión suena a estrategia de pragmatismo creativo, con Gvasalia teniendo que compartir responsabilidades entre su propia marca y aquella de la que es asalariado. “Gastamos una enorme cantidad de dinero y energía en escenificar un evento que genera una excitación demasiado anticipada al momento en que el consumidor tiene disponible la colección”, reconoce por su parte Tom Ford, que estos días anda más preocupado con la posproducción de su segunda película como director (Nocturnal Animals) que otra cosa y que, en realidad, tira de su carísimo pero poco rentable prêt-à-porter merced a su lucrativa alianza cosmética con el gigante Estée Lauder y su licencia óptica con el grupo Marcolin (ambas desde 2005). En cuanto a Burberry, con sus más de 200 puntos de venta propios –que le reportan el 70% de las ventas– y casi otros tantos concesionarios en grandes almacenes, sus seis millones de seguidores en Instagram y esos cerca de 7.500 millones de euros de valor de mercado, la cuestión pinta, como poco, interesada: en noviembre, reconducía sus tres líneas maestras (Burberry London, Burberry Brit y la más lujosa Burberry Prorsum) bajo el único paraguas de Burberry “para no seguir despistando al consumidor”, de manera que la compañía vuelva a ser apreciada como esa quintaesencia de estilo británico al alcance de todos, o casi, que despacha gabardinas y accesorios a troche y moche, justo ahora que sus ventas se han estancado en el gran bazar asiático y sus cifras no alcanzan los objetivos previstos (en octubre, el precio de sus acciones se desplomaba un 12,5% y el volumen de ventas del último trimestre de 2015 descendió hasta poco más de 822 millones de euros). En tamaña coyuntura, apelar directamente a la gratificación instantánea de la clientela no parece un mal plan.

En cualquier caso, lo que resulta innegable es que los aires de cambio han ido espesando el ambiente con sus presagios desde el año pasado. La renovada Moschino de Jeremy Scott probó con éxito fenomenal que procede vender por Internet nada más bajar de la pasarela, con colecciones cápsula integradas, sobre todo, por los accesorios que acaban de desfilar. Una solución secundada casi de seguido por Versace. Mientras, en Nueva York, el Consejo de Diseñadores de Moda de América (CFDA) no ha parado de rumiar un cambio en su calendario de presentaciones, a la espera de los resultados del estudio a propósito que el organismo le ha encargado a la consultora Boston Consulting Group. “Hay algo que, definitivamente, ya no funciona, sobre todo por culpa de las redes sociales. La gente está confusa”, concedía su presidenta, Diane von Furstenberg, a WWD en diciembre. “Tenemos algunas pistas. Todo el mundo parece estar de acuerdo en que los desfiles orientados a los consumidores son una buena idea”, concluía. Es la misma onda en la que vibra en Londres el British Fashion Council, que acaba de anunciar la reactivación de su programa London Fashion Weekend: desde el 25 de febrero y hasta finales de semana, la Saatchi Gallery acogerá a una serie de firmas y diseñadores (de Mary Katrantzou a Temperly, pasando por Pringle of Scotland y Linda Farrow) que entre desfiles, charlas y presentaciones harán honor al buy-now-wear-now.

"Todo el mundo parece estar de acuerdo en que los desfiles orientados a los consumidores son una buena idea", Diane von Furstenberg

Tras poner en un brete las fronteras entre géneros en las colecciones, la capital británica se alza ahora como laboratorio de experimentación de la transestacionalidad o atemporalidad. El número de diseñadores que ha decidido abandonar el circo de pasarela en favor de las citas personalizadas con el cliente y la entrega de prendas en la misma estación a la que corresponden, no para de crecer: Thomas Tait, Matthew Williamson, Marios Schwab, Giles Deacon… Si no fuera más o menos lo mismo que hacían en sus días de gloria las casas de alta costura –y las modistas de toda la vida, excepto por la producción seriada–, hasta diríamos que resulta revolucionario. De hecho, y por acercar el fenómeno a la realidad de nuestra industria, es una práctica común que, sin tanto revuelo, llevan años trabajando no pocos de los diseñadores españoles (y, encima, sin perdonar el desfile de turno, en algunos casos aunando incluso mujer y hombre). “Nuestra visión es que, de aquí en adelante, no habrá necesariamente un único modelo operativo a emplear por la industria de la moda, sino una variedad de fórmulas con las que los diseñadores tendrán que responder a la pregunta de cómo conectar y actuar con los consumidores de la era digital”, apunta Imran Amed, director de la web The Business of Fashion, cuyo nuevo número impreso trata, no por casualidad, tan candente cuestión bajo el título de El nuevo orden mundial.

Con los desfiles devenidos cada vez más espectáculos de masas y poderosas herramientas de marketing directo, al abrirse al público general (Givenchy propulsó la medida con su aparatoso show en la semana de la moda neoyorquina del pasado septiembre y Kanye West se acaba de apropiar de ella en esta última para la presentación de su tercera colaboración con Adidas, Yeezy Season 3, las entradas para verla en el Madison Square Garden agotadas en 10 minutos) y la mirada muy fija en las generaciones milénica y posmilénica (un tipo de comprador amamantado por la inmediatez de las redes sociales que, en cuanto alcance la madurez como consumidor, solo irá a mayores, según todas las profecías de mercado), queda por dilucidar cuál va a ser el papel de los medios del sector, en especial las revistas impresas, esas que hasta ahora abundábamos en la magia elitista de las pasarelas y adelantábamos las colecciones, calentándoles el largo camino hasta llegar a las tiendas. Especulemos: presentaciones anticipadas a puerta cerrada en los showrooms, desfiles previos en vídeo, catálogos, ojalá hologramas en la redacción… Lo único que está claro es que, medio siglo después de que el prêt-à-porter trastocara para siempre el ritmo de la moda, un nuevo cambio está en marcha. Y es inexorable.