“La próxima vez que te pierdas, te pondré un chip como a los perros”. Lo dijo hace poco una madre furiosa, desencajada aún por el pánico de haber perdido a su hijo durante unos pocos minutos en el supermercado. Sólo fue una frase, una exageración de mamá drama, quizá. Ningún padre ha metido aún un GPS en la cabeza de su niño. Al menos, por ahora. Sin embargo, ArKangel, el segundo capítulo de la cuarta temporada de Black Mirror (estrenada en Netflix), parece ambientado en un futuro tan cercano que podría ser nuestro presente. Todo nos es demasiado familiar. Y eso es lo que da más miedo.

Los mejores capítulos de la serie de Charlie Brooker suelen ser aquellos que llevan hasta las últimas consecuencias los grandes anhelos del ser humano. La muerte, la pérdida de alguien querido, el fin de la especie humana, la memoria y el olvido. El abuso de la tecnología, nexo en común de todos los episodios, sólo es la excusa para volvernos a enfrentar a las mismas inquietudes de siempre. ArKangel regresa a uno de nuestros mayores temores: la maternidad.

El capítulo, dirigido por Jodie Foster, arranca con el miedo de una madre (Rosemarie DeWitt) dando a luz a una niña que, pocos años después, pierde en un parque. Igual que la madre del supermercado con la que arrancan estas líneas, no tarda en encontrarla, pero ella terminará perdiéndose en esa angustia, en el terror de que a su hija le pueda pasar algo malo.

(Volvemos a avisar: de verdad, este capítulo está lleno de spoilers).

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Movida por ese miedo, decide implantar en la cabeza de su hija un chip que monitorizará todos sus pasos. Se trata de un sistema de control experimental llamado ArkAngel, por el que podrá controlar toda la vida de su hija, dónde está en cada momento y todo lo que ve. Si lo desea, incluso podrá activar un filtro para censurar las experiencias desagradables: si una imagen le provoca estrés o ansiedad, la niña la verá pixelada y la oirá distorsionada.

De esa manera, la cría crece ignorando todo lo malo que hay en este mundo. No sabe lo que es un grito, ni un perro ladrando ni siquiera el color de la sangre. Deja de ver a su abuelo, cuando a éste le da un ataque al corazón. Así llega hasta la preadolescencia, virgen de violencia, atiborrada de batidos probióticos y sedienta de curiosidad.

La burbuja en la que ha crecido empieza a enquistársele hasta la rabia y la autolesión. La madre entiende cuál ha sido el problema: "Es culpa mía". Pero hay un sentimiento del que se alimenta la culpa hasta la bulimia: el miedo. El temor a no poder controlar la vida de nuestros hijos, de no poder protegerlos, es el mayor monstruo de la maternidad. Un monstruo que, si no se vence a tiempo, puede acabar devorándolo todo en forma de sobreprotección.

La madre de Black Mirror lo intenta, durante unos años la hija crece sin ser monitorizada. Todo parece fluir con cierta normalidad hasta que llega el tsunami de la adolescencia, el momento en que los padres sentimos que nuestros hijos se nos escapan sin remedio, con prisa por comerse su propia vida.

A la madre de ArKangel de nada le sirvió ver las terribles consecuencias que tuvo el chip en los primeros años de vida de su hija, comprobar cómo el ser humano aprende también de sus propios traumas y, cuando se le priva de experiencias negativas, es incapaz de evolucionar y adaptarse al medio. Esa madre, como casi todos los padres, lleva dentro una yonki del control y la sustancia para aplacar esa inquietud la tiene al alcance de la mano: el monitor donde poder ver la vida de su hija, una adolescente curiosa que empieza a descubrir los peligros de este mundo imperfecto.

La hija coquetea con las drogas y el sexo, sin saber que está siendo espiada por su madre, que acaba metiéndole una píldora del día después en el batido del desayuno. La joven lo vomita en el instituto y ahí es cuando el guionista confunde la píldora del día después con la pastilla abortiva. En un error que muchos han calificado de grave, la doctora explica que después de tomarse la píldora del día después, la joven sufrirá un aborto. Una afirmación falsa y peligrosa, porque lo cierto es que esa píldora previene el embarazo (si se toma el día siguiente de tener relaciones sexuales sin protección).

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Quizá es una cuestión generacional, quizá ese miedo lo hemos desarrollado especialmente los padres de ahora, los que crecimos libres jugando en la calle mientras nos dejaban descubrir por nosotros mismos que la vida también es equivocarse. Los de esa generación, criada con la libertad y el desenfado de los 80, hemos acabado por imponer la cultura del control parental. Como si fuera posible que todo esté en nuestras manos.

Ahora podemos monitorizar en directo los días de nuestros hijos en la guardería, espiar sus móviles y vigilar sus conexiones. Los niños pequeños comen galletas chupándolas a través de una redecilla, vaya a ser que se atraganten. Aprenden a andar sujetos a un arnés con cuerdas, para evitar el daño de caídas necesarias. Los adolescentes envían su ubicación cuando van al cine con los amigos; algunos enseñan a sus padres cada día sus chats en WhatsApp. Como si fuera posible que no tuvieran secretos, fiscalizamos sus vidas y olvidamos la importancia de la verdadera intimidad: lo peor que nos puede pasar, como en el final de ArKangel, es saberlo todo de otra persona.

Pero nunca es suficiente. Esa es la paradoja: somos incapaces de vencer el miedo porque lo sobrealimentamos con todo ese control. Y como bulímicos de la protección, avanzamos hacia nuestro propio ArKangel.

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