No sé cuándo ocurrió, cuándo tomé conciencia de ser feminista. Sí sé que fue durante la treintena y que desde ese mismo momento empecé a complicarme la vida. Cada vez más. Con el tiempo, me siento más sensible en esto de la lucha por la igualdad, más receptiva a ver esas zonas grises por las que todos nos movemos.

El rechazo frontal del machismo hacia todo lo que huela a feminismo me complica la vida. Es cansino, hiriente y ridículamente obvio. Por eso me motiva y me reafirma. Sin embargo, hay otro aspecto que llevo peor: mis contradicciones, mis paradojas, esas de las que a veces ni me doy cuenta o, cuando lo hago, no consigo despojarme. Eso es un trabajo de fondo para todas nosotras, porque el feminismo, como todas las luchas, empieza desde la propia verdad.

Todas las revoluciones comienzan cuando un grupo de personas hartas deciden empezar a complicarse la vida.

Tengo claro que no soy tan feminista como me creo, pero intento descubrir por qué, cuáles son mis puntos débiles. A veces me pongo en cuestión, analizo aspectos de mí que siempre había pasado por alto. Por eso empecé a ser exigente conmigo misma, desde la sinceridad, y más de un susto me he llevado.

Ahora sé que me maquillo sólo mí, porque me gusta mi reflejo en el espejo con los labios pintados. Diez minutos después, justo lo que tardo en salir a la calle, se me olvida esa coquetería, porque la hago sólo para mí. Pero me depilo por los demás. Cuando era jovencita apenas lo hacía, la rebeldía era mi excusa, cuando en realidad lo hacía para sentirme diferente. Transgresora, quizá. Hoy no, hoy voy sin pelos por los demás. Estoy casi segura de que no me sentiría cómoda si volviera a llevar las axilas a todo lo que dan.

Nunca he conocido a un hombre feminista (ni creo que exista). Sí, a muchos que dicen serlo. Cuanto más conciencia tienes, más detectas ese humo. Eso te complica la vida, pero también te ayuda a descartar la paja y a valorar cuando encuentras a uno que se solidariza con la lucha por la igualdad. Ser sensible con el feminismo es lo más cerca que puede estar un hombre de ser feminista. Una vez aceptado eso, empieza el tedio de mostrarle sus rescoldos machistas, sus zonas grises de las que ni siquiera es consciente. Eso es agotador, pero cuando uno de ellos “ve la luz” en alguno de esos aspectos, es terriblemente gratificante.

El feminismo me complica la vida a diario. En la crianza de mis hijos, esa conciencia, esa obligación autoimpuesta de criar a mi hijo igual que a mi hija (y al revés), es tan agotadora como necesaria. Me la complico con mi marido, un tío sensible con nuestra lucha, pero incapaz de reconocer cualquier vestigio machista que pueda haber en él. Que los hay, claro que los hay, y para eso estoy yo ahí, para marcárselos en rojo aunque le duelan, por más que se niegue a verlos.

El feminismo me complica la vida con mis amigos, porque a veces soy una pesada y tiendo a ponerme por sistema de parte de la mujer. Nunca las critico a ellas, por aquello de la sororidad y porque eso ya lo hacen siempre los demás.

El feminismo me complica la vida, pero menos que salir del armario se la complicó a mis amigos gays, lesbianas o transexuales.

El feminismo me complica la vida, pero menos que la denuncia se la complica a una mujer violada.

El feminismo me complica la vida a diario, pero también me da recompensas cada día.

El feminismo me complica la vida... ¿Pero quién ha dicho que una vida sencilla sea mejor?