Henos aquí un año más, queridas hermanas en la Fe del Último Grito: esquizoides perdidas. Ahí fuera despunta febrero, el mes del carnaval, el del día de los enamorados, el de por San Blas las cigüeñas verás y demás metáforas de la vuelta a la vida después de los rigores del invierno. Pero todo eso era antes. Antes de que todos los días fueran carnaval en el Congreso de los Diputados. Antes de que a tantos se nos rompiera el amor de tanto usarlo. Y antes de que el cambio climático provocara que las cigüeñas no se vayan a África ni hartas de vino de misa, con lo a gustito que se está al sol en el campanario de la iglesia del barrio. Total, que ya no hay certezas absolutas. Ni en el refranero ni en el calendario. En febrero, como en agosto, lo mismo te puede salir un día gélido que uno tórrido y el dilema entre manga larga o corta, tirantes o abrigo, botas o sandalias, ha quedado obsoleto. Eso es vieja política de armario, compañeras. Rémoras de la casta estilística. Ahora, podemos. Nosotras parimos y nosotras decidimos si ir a pelo o a plumas.

Bueno, lo de que decidimos nosotras es una licencia prosaica. En realidad, deciden los de siempre. Primero, los guruses de la moda, sacando a desfilar a su ideal de mujer sobre las clavículas de esas ninfas vulgarmente conocidas como modelos. Después, Amancio Ortega y Homólogos, plantándonos esos delirios delante de los morros en todos sus percheros. Y, solo en última instancia, es cuando vamos nosotras y les compramos las motos que quieran vendernos haciendo como que somos libres y soberanas y nos ponemos lo que nos da la gana. Así que iros preparando, colegas, porque vienen curvas para quienes las tengan.

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Primavera/verano 2016 de YSL: lencería, nocturnidad y alevosía.

Me soplan las superexpertas de la revista que esta primavera/ verano se van a llevar los camisones, los pijamas, los picardías, las camisolas, los pololos, las enaguas, los bodies, los visos, los saltos de cama, etcétera. O sea, la ropa de ídem de toda la vida, pero lucida fuera del lecho y como única armadura para pasar todo el santo día a la intemperie. El caso es que ese dislate me suena. Mucho. Como no doy crédito, pido pruebas gráficas y me aportan las fotos que ilustran estas páginas: a estas a enteradas no les gana nadie, pero a profesionales, tampoco. Pues va a ser que sí. Que la suerte está echada. Que vuelven las noches de blanco satén, que cantaban The Moody Blues, pero en la calle y a plena luz del día. Menuda novedad. Se creerán estos modernos que están inventando algo. Mucho raso y muy poca vergüenza, es lo que hay que tener para ir a la moda esta primavera. Ahí están las pasarelas: hordas de chicas en lencería como recién salidas de una escena de cama de una película de Fernando Esteso y Andrés Pajares. O como huyendo del sátiro de Benny Hill en la serie homónima. O como Joan Collins, Linda Evans, Victoria Principal o Ana Alicia marcando canalón, que no canalillo, en Dallas, Dinastía o Falcon Crest, esas cumbres del estilismo de alta cuna y de baja cama. ¿Que no os suenan estas referencias? Ay, criaturas, es que hablamos de tiempos remotos. Del mundo antes de Twitter. De los ochenta y los noventa del siglo XX, esa época en la que mientras algunas ya peinábamos mechas, vosotras no habíais nacido.

Pero vamos yendo al grano, que se me acaba el espacio y aún no he entrado en materia, no sé si más por pereza o por frío. Mi misión consiste en probarme la tendencia reina de los calores precisamente hoy, que coincide que es pleno enero en el almanaque y en el barómetro y estamos a cero grados centígrados. Con la piel más nívea que Khaleesi –¿a que esa sí os suena, pipiolas?–, el cutis atópico que se nos pone a algunas en invierno y el raso pegado a los temblorosos flancos, las camisolas, camisitas y camisones me quedan exactamente como imagino. Fuera de rango. Como a Raquel Bollo un Balenciaga. Más que una diosa del sexo recién levantada del lecho dispuesta a comerse el mundo ahí afuera, parezco una paciente recién operada de vesícula dando los primeros paseos por el pasillo del hospital. Eso, por el color carne, perdón, nude, de la mayoría de los modelitos. De los volúmenes, o la ausencia de los mismos, mejor ni hablamos. Porque una cosa es que la tela tenga caída y otra, que un picardías, que en otras mejor dotadas pudiera parecer el colmo de la ídem, en la que firma estas líneas parezca un pingo caído de un octavo piso.

Con la piel más nívea que Khaleesi y el raso pegado a los temblorosos flancos, los camisones me quedan exactamente como imagino. Fuera de Rango. Como a Raquel Bollo un Balenciaga

A todo esto, me asalta una duda metódica. Si vas vestida de arriba abajo con prendas íntimas, ¿te pones ropa interior propiamente dicha? Líbreme Dior de opinar sobre las costumbres de alcoba ajenas. Pero una, siguiendo la doctrina de San Pedro Almodóvar, haga lo que haga, se pone bragas. Y suje. Y si se los quita por algún imprevisto, se los vuelve a plantar pasado el trance, que la cistitis y la gravedad son muy malas. Así que, si vamos a tener que vestirnos de raso, esa tela que te marca hasta los lunares, por no hablar de los pitones, qué menos que plantarse debajo un body, una faja y un push-up para meter lo que sobra y sacar lo que falta. ¿Que eso significa tirante sobre tirante y sobre tirante, veinte? También llevábamos antes sujetadores con hombreras y no nos hemos muerto de vergüenza.

Esto es otra cosa, congéneres. Así, con toda la ingeniería textil debajo, estoy hasta sexy en la variedad te quedan tres telediarios para la debacle. Total, que no desechemos del todo los camisones como uniforme de batalla. Además, si se te pegan las sábanas después de una noche loca, estás salvada. Te levantas de la cama, te quitas las legañas a dedo y te tiras a la calle con tu camisita y tu canesú tan vestida y tan a la última.