El término le pertenece por derecho propio, pues en su década al frente de Gucci dio buena cuenta de ello. Tom Ford lanzó un mensaje alto y claro al mundo desde su posición de director artístico: el sexo vende, y Gucci es sexo. El éxito no pillaría desprevenido a nadie. Un erotismo digerible, que multiplicaba su impacto en el papel satinado de las páginas de publicidad. Ford ya había comenzado a subir el tono gradualmente desde que tomase el control de Gucci, pero alcanzó el cénit con la colección que diseñó para la primavera/verano 2003. “Desde las melenas leoninas a la actitud potente de las modelos, todo recordaba a la época dorada de las supermodelos” –apuntaba entonces Sarah Mower para el portal online Style.com. Con una buena dosis de irreverencia, cabe añadir.

En un momento en el que Dolce & Gabbana, Roberto Cavalli o Versace pujaban por hacerse con el pastel de la provocación, nadie consiguió afinar tanto el tiro como Gucci, gracias a un dogma que no solo trataba de ceñir la figura y ornamentarla con estampados o puñados de collares, sino a través de cuádriceps torneados y relucientes o una actitud desafiante en cada salida a pasarela.

Mucho ha llovido en la década que llevó al tejano al frente de la casa florentina en 2003. Maurizio Gucci, el heredero de lo que antaño fue un gran imperio de marroquinería se ve con su empresa al borde de la bancarrota. Gucci contrataría en 1989 a Dawn Mello, un visionario de la moda con un sexto sentido para predecir tendencias. El cometido de Mello sería el de revitalizar la firma y como todo un sabueso del talento, ficha a un joven Tom Ford que no tarda en hacerse notar. Para su salida en 1994, Ford ya se había entrenado una idea muy precisa de lo que aguardaba a Gucci.

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EL CONTEXTO
“Cuando Tom Ford entró en Gucci todo era redondo, marrón y blando. Cuando él salió todo en Gucci era cuadrado, negro y duro”. La frase, con una increíble potencia visual, se recoge en el libro que publica Rizzoli en 2008, y que recoge el trabajo de Tom Ford al frente de Gucci y de Yves Saint Laurent.

Entre 1994 y 1996 Tom Ford consigue captar la atención de la prensa especializada y sentar las bases de lo que va a ser su legado. En otoño del 95 desabrocha las camisas de seda y baja la cintura de unos pantalones acampanados de terciopelo. Madonna lo viste en los Grammy y prende la mecha. Pero hay más, porque el tejano ya ha puesto una pica en Flandes, y ha hecho del color negro su santo y seña. Para la siguiente colección –en la primavera del 96– se centra en los minivestidos con escotes (muy) profundos y en los estampados lisérgicos. La temporada de otoño/invierno de 1996 da la bienvenida a unos vestidos largos en color blanco que se pegan al cuerpo como una segunda piel; a vestidos cortos y negros en punto de lana; y a un smoking rojo que marca un hito. Pese a los principios un poco turbulentos, Amy M. Spindler del NY Times, se convierte en una de las primeras entusiastas del diseñador y no duda en tildarlo como “el diseñador más influyente de Milán”.

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EL MENSAJE
La Advertising Standards Authority –el organismo que controla los límites de la publicidad inglesa– recibe constantes quejas por la campaña. Mediawatch, organización fanática de la moralidad, pretende pedir su prohibición en todo el Reino Unido, e incluso el Daily Mail sentencia que “los que están detrás de la campaña no son más que chulos y gente como la que anuncia servicios sexuales en las páginas de contacto”. Lejos de amainar y calmar ánimos, el propio Ford arreciaba el temporal en una entrevista concedida al Sunday Times: “Pienso que la campaña es genial (…) Desde 1995 hemos sido famosos por ser sexuales y provocativos. Y eso es lo que hacemos”. Un bidón de gasolina para una hoguera en llamas.

El fotógrafo Mario Testino, la estilista Carine Roitfeld y el director artístico Doug Lloyd son un tridente ducho en fabricar imágenes übersexuales. Capitaneados por Tom Ford, van un paso más allá y juegan a reinventar el porno en clave chic. Porque el sexo vende, y poca gente en la moda sabe de sexo y de vender tanto como Ford. Pero que de tan refinado resulta magnético. Carmen Kass y una recién llegada Louis Pedersen comparten protagonismo, si bien Pedersen se lleva la mejor parte. Con una G afeitada en el vello púbico o boca abajo en el regazo de Adam Senn –el modelo, junto a Iván de Pineda– a punto de recibir un azote, más que un pistoletazo de salida la campaña supone todo un disparo profesional.

Lo cierto es que si bien con esta publicidad se toca techo, los ensayos no desmerecen. Tom Ford experimenta en Yves Saint Laurent, a modo de banco de pruebas, con una carnal y nívea Sophie Dahl para el perfume Opium, o con el desnudo frontal de Samuel Dekeber –campeón de artes marciales y modelo ocasional– para el perfume M7.

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EL LEGADO
Tras la salida de Frida Giannini –rápida y abrupta– de Gucci, Alessandro Michele toma los mandos. El relevo en la casa se sucede con un diseñador de la cantera, encargado de la división de complementos (tal y como sucedió con la propia Giannini). Frida rescata iconos del archivo Gucci, desempolva el logo y lo estampa por doquier, añade decibelios de rock y suelta lastre hedonista para abrazarse a la modernidad. Con todo ello eleva Gucci hasta el punto álgido en cuestión de beneficios, pero la cosa se estanca y el final de su década tiene un sabor amargo: abandona el cargo y queda vacante el puesto de director creativo.

Escasos quince días antes de presentar la colección, Michele plantea un nuevo rumbo y lanza una colección como un punto y aparte respecto a su predecesora. El nuevo Gucci es más íntimo y lánguido. Eso sí, en la moda uno se ríe del ayer (por reciente y aun fresco), en cambio el antes de ayer se ha ganado el derecho de reverencia (pues el tiempo es oro, y éste ha reposado lo justo y necesario). Así, la primera campaña de Alessandro Micheleprefall 2015– guiña un ojo a Tom Ford. Porque el que tuvo, retuvo. Alexandra Hafström, Sabina Lobova y Julia Elizabeth frente al objetivo de Glen Luchford y el estilismo de Joe McKenna. El sofá y la actitud que aparecen en las fotos de ahora fueron en otro tiempo Georgina Grenville con smoking de terciopelo frente a Ludovico Benazo. Más cerca entonces que ahora del original, con Brigitte Bardot desnuda bajo un manta roja, en El Desprecio (Jean-Luc Godard, 1963), pero apuntando en una misma dirección: Gucci destila poder sexual. Para Tom Ford descarado y glamouroso; para Alessandro Michele adolescente y experimental.

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