Es posible que la moda sea transitoria por naturaleza, pero aún así tiene momentos misteriosamente duraderos que, en ocasiones, transcienden incluso la fugacidad del medio. Claro que para que esos instantes sobrevivan deben ser grabados, quedar registrados, antes en imágenes que en palabras. Así, la eterna discusión sobre si la moda es un arte tiende a ocultar una verdad mayor: que el arte de la moda se revela a menudo a través de una cámara fotográfica.

En ningún caso la cuestión ha sido más notoria que en la relación que establecieron Christian Dior y Richard Avedon. La maestría de cada uno de ellos se vio reflejada y realzada por el otro, en una colaboración única que definió la costura parisina de la posguerra. Hasta la fecha no se ha encontrado fotografía alguna de ambos hombres juntos, pero en su lugar tenemos la imaginativa representación de las creaciones del primero que realizó el segundo. Sí existe, en cambio, una imagen de Avedon junto a la mujer que le presentó a Dior: esa en la que se ve al entonces joven fotógrafo estadounidense sentado junto a Carmel Snow, su extraordinaria editora en HARPER'S BAZAAR, en la primera fila de un desfle del diseñador en París. Él está escribiendo (¿o dibujando?) algo en un bloc de notas, Snow mira con atención lo que sea que está garabateando en la hoja. Y ahí radica el misterio: ¿qué hay en sus miradas?

En cualquier historia popular de la moda, Carmel Snow tiende a aparecer en un lugar menos importante que su protegida, Diana Vreeland, pese a que destacaba por una habilidad sin igual para encontrar y cultivar el talento. La que fuera directora de la edición estadounidense de HARPER'S BAZAAR entre 1933 y 1957 contrató durante su liderazgo a Vreeland y a Alexey Brodovitch (el legendario director de arte de la revista), además de dar apoyo a numerosos artistas, fotógrafos y diseñadores, incluyendo a Balenciaga y Chanel. A mediados de los años treinta, mucho antes de que Dior lanzase su propia casa de alta costura, Snow ya solicitaba sus ilustraciones de moda para la cabecera, y cuando comenzó a diseñar para Lucien Lelong, continuó prestándole su infuyente apoyo. Tal era su fe en él que en 1946 le pidió a Henri Cartier-Bresson un retrato del creador para la revista, proclamando: “Lelong tiene a un nuevo diseñador cuya colección es sensacional, llena de ideas. Su nombre es Christian Dior”.

Cuando mostró su primera colección en la nueva tienda de su frma en la Avenue Montaigne, el 12 de febrero de 1947, ella fue la primera en felicitarle por un desfile que, en sus propias palabras, “ha cambiado todo”. “Es una revolución, querido Christian”, le dijo, antes de pronunciar la frase que iba a hacerle famoso: Your dresses have such a new look. [Tus vestidos tienen un aspecto tan novedoso]. Así quedaría bautizada la colección.

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’Dovima con elefantes, Cirque D’Hiver’ (agosto, 1955).

El éxito de Dior también coincidió con el auge de la fama de Avedon en HARPER'S BAZAAR. El fotógrafo (que comenzó su colaboración con la revista en 1944, con 21 años) acompañó a Snow por primera vez a París junto a su esposa, Doe, una jovencita de aspecto intelectual a la que él mismo había transformado en modelo, proporcionando así la inspiración para Una cara con ángel (1957), la película de Stanley Donen en la que Fred Astaire interpretaba al fotógrafo Dick Avery y Audrey Hepburn, a una librera convertida en maniquí. Su jefa demostró que era una mentora muy capaz e inspiradora. “No dejaba de enseñar. Quería que me expusiera a todo”, recordaría más tarde Avedon. Una exposición que incluía vivir de primera mano la dura realidad del París de la posguerra, que sufría todavía privaciones y una economía deficitaria. Snow, leal francófla, deseaba ayudar a su recuperación dando a conocer la empobrecida industria de la costura.

Parte de las evocadoras fotografías que Avedon hizo ese verano tenía como protagonistas piezas de Dior, muchas de ellas con su esposa como modelo, como los retratos de Doe con un abrigo forrado de pieles y sombrero en la Gare du Nord. Las imágenes sugieren una historia, aunque una sin final: ¿está esperando a alguien en la estación o es ella la que se va de viaje? Otra muestra a una modelo etérea y anónima, de espaldas a la cámara, vistiendo un pálido vestido de noche en el taller del modista, mientras dos costureras trabajan a ambos lados, inclinadas sobre él, junto a un escultural maniquí de costura. Pero hay algo en todas ellas que parece capturar la esencia de su singular capacidad para seducir y desconcertar. O, citando una descripción que él mismo realizó más tarde, para hacer un trabajo que contiene “paradoja, ironía, contradicción”.

Tal vez todas estas cualidades sean también perceptibles al estudiar el Dior de posguerra, no porque el diseñador estuviese intentando hacer moda posmoderna o deliberadamente irónica (eso vino más tarde, con las siguientes generaciones), sino debido a las circunstancias en las que trabajaba. La capital francesa sufrió humillaciones y vergüenza durante la ocupación nazi y, pese a la declarada intención del creador de hacer ropas femeninas que ayudaran a olvidar ese oscuro paño mortuorio, el espíritu de la propia ciudad todavía se sentía manchado y dañado por los estragos de la guerra. Podría parecer que Dior había salido indemne, pero desde luego que había sufrido daños, agonizando durante el encarcelamiento por la Gestapo de su adorada hermana, detenida tras unirse a la Resistencia. Como su amigo Cecil Beaton observó, pese a que su aspecto externo recordaba a “un blando cura de pueblo hecho de mazapán rosa, su aparente serenidad es un engaño que oculta una tensión y un nerviosismo innatos”.

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’Suzy Parker’, 1947.

El deseo de Dior era el de restaurar el romance y la femineidad en la costura francesa. “Dejábamos atrás un período de guerra, de uniformes, de mujeres soldado con hombros dignos de boxeadores”, dijo en la revista Time. “Las convertí en fores de hombros suaves, senos forecientes, cinturas delgadas como sarmientos y faldas abiertas como las fores”. Pero la inspiración de Avedon le llevó a situar esas gráciles creaciones en un marco menos verde: en las rues parisinas, entre comerciantes, artistas de circo, peatones, ciclistas, bebedores, luchadores, jugadores y bomberos. Por supuesto, no todo el trabajo de Avedon en París fue en exteriores; algunas de sus estampas más memorables surgieron frente a un sencillo fondo de tela en el pequeño estudio de HARPER'S BAZAAR en la Rue Jean-Goujon. Pero incluso aquí, lo que el fotógrafo muestra nos proporciona una idea de las realidades de la vida parisién, haciendo fuerza contra los bordes de las fotografías (pese a que fueran recortadas por Brodovitch en las páginas de la revista).

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’Suzy Parker, vestido de noche de Dior’ (agosto de 1956).

El estudio estaba significativamente justo detrás del cuartel general de Dior, tan cerca que desde el balcón se podía saludar con la mano a las costureras. Avedon confó en otro habilidoso artesano local, André Gremela, técnico del estudio y maestro impresor, cuya destreza significó una aportación fundamental a su obra. Trabajaron juntos en un espacio muy reducido; como Avedon le comentó con posterioridad a la escritora Judith Thurman: “Apenas se podía desempaquetar los vestidos. Tenía una mínima cocina en el entresuelo, donde una criada hacía comidas francesas, y el cuarto oscuro olía a la salchicha de ajo del aliento de Gremela. Él nunca dormía y siempre vestía una sucia bata de laboratorio. Cada noche colgaba cuerdas de tender la ropa de pared a pared y prendía de ellas los negativos, para revelar sus impresiones, una a una, en unas pequeñas bandejas, a la mañana siguiente...”. Un día, Avedon y Gremela escalaron al techo del estudio de HARPER'S BAZAAR y juntos arrancaron las capas de papel y yeso que cubrían el tragaluz. “No era un intento consciente de ser moderno”, le contó a Thurman. “Me interesaba el reto de sacar fotos sin accesorios, sin luz artificial, sin fondo, con poca ayuda: solo un vestido, una modelo y su pensativa belleza en aislamiento”.

La imagen de una mujer bella y aislada es recurrente en el trabajo de Avedon, desde los tempranos retratos de su hermana Louise a su esposa, Doe, pasando por esas modelos que habitaron su imaginario a finales de los años cuarenta y en los cincuenta (Elise Daniels, Theo Graham, Sunny Harnett, Dorian Leigh y su hermana, Suzy Parker). Incluso cuando la modelo no está sola en el estudio parece solitaria, por ejemplo, en la serie de retratos de Dorian Leigh, llorando en un vagón de tren en la Gare de Lyon, en agosto de 1949. Todas estas mujeres fueron fundamentales para las narrativas del fotógrafo, aunque quizá su sesión más icónica en París fuera la que protagonizó Dovima. Parece algo herético intentar interpretar una fotografía que tan claramente habla por sí misma, pero la historia de Dovima con elefantes tiene un fondo mayor que el de aquellos muros grises del Cirque D’Hiver. Publicada en HARPER'S BAZAAR en septiembre de 1955 para acompañar al texto de Carmel Snow sobre los desfles de París, la imagen había sido tomada el mes anterior, cuando Avedon decidió montar su cámara ante la colección de animales salvajes del circo, bajo un gigantesco tragaluz. La revista publicó dos instantáneas de la maniquí con los animales, siempre llevando Dior, pero fue en la que aparecía con el vestido diseñado por el brillante asistente del maestro, Yves Saint Laurent (un diseño llamado Soirée de Paris), la que seleccionó para su exposición de 1978 en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York; una impresión que también mostró en la entrada de su estudio de Manhattan durante un cuarto de siglo, hasta su muerte en 2004.

Los cuidadores alinearon a los elefantes y, a una orden suya, los animales elevaron sus trompas. Su masa sirve para acentuar el esbelto cuerpo de Dovima y las estrechas líneas de su ajustado vestido, pero los pies de los paquidermos están encadenados, el patetismo de su aprisionamiento imposible de ignorar. La historia de la propia Dovima, como la de gran cantidad de las modelos de Avedon, desprende también un inconfundible aire de tristeza. Nacida Dorothy Margaret Juba en Queens, Nueva York, construyó su alias a partir de sus iniciales; era el mismo nombre con el que había bautizado su amiga imaginaria de la infancia, inventada en los años que se vio postrada en su cama cuando era una niña afectada de febre reumática. Pese a su majestuosa belleza y éxito rotundo como modelo en su juventud, Dovima acabó trabajando en una pizzería de Florida, antes de fallecer de cáncer a los 62 años.

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También está lleno de sufrimiento el retiro forzado de Carmel Snow como directora de su adorada revista, a finales de 1957, aunque más triste aún fue la muerte repentina de Christian Dior, en octubre de ese mismo año. La tragedia de su prematura desaparición (tenía 52 años) fue intensamente sentida por la industria de la moda. Uno podría esperar ver una sombra de dolor oscureciendo la obra posterior de Avedon o, al menos, un aire de aprensión. En cambio, existen pocas trazas de melancolía en sus subsiguientes historias parisinas para Harper’s Bazaar, que muestran los diseños de Saint Laurent para Dior (el joven diseñador había tomado las riendas de la casa, en la que permaneció hasta 1960). La sustituta de Snow, su sobrina Nancy White, continuó contando con él, y el fotógrafo visitó asiduamente París con resultados tan frescos y atractivos como siempre.

Pese a que Avedon intentó borrar de su objetivo esas últimas pizcas de tristeza, ahí radica la paradoja y contradicción que siempre pareció buscar. A medida que su fotografía se hacía más lustrosa y las modelos parecían más libres, se mostraba cada vez más entristecido por el ánimo cambiante de sus antes alegres y optimistas sesiones. Al describirle su trabajo a Judith Thurman observó: “Justo cuando le había cogido el truco, empecé a dejar de sentir lo mismo... Seguí haciéndolo, pero se convirtió en un trabajo: un modo de sustentar a mi familia, mi estudio y mi arte, que pasó a ser el retratismo”. Al igual que Dior, Avedon era su mayor crítico: no tardaba en sentirse deficiente, a pesar incluso de los elogios crecientes de los demás.

Lo más extraordinario es que en estas fotografías las ropas parecen más vivas de lo que nunca podrían lucir en una exposición o en un museo. Y a pesar de que todos los que contribuyeron a la creación de las prendas y las imágenes han desaparecido (diseñadores, modelos, asistentes, estilistas, costureras y el propio fotógrafo), sus espíritus creativos parecen surgir aún desde cada página. Rebeldes, inquisitivos, gráciles, sorprendentes y, una vez vistos, imposibles de olvidar. Ellos hacen que la moda siga viva.

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Christian Berard y Renée, Le Marais (1947).