A Manolo Blahnik jamás le ha faltado poder prescriptor: Madonna los prefería al sexo, Kate Moss se los llevaría a una isla desierta, y a Carrie Bradshaw le valieron para prometerse en matrimonio. Tal alarde de devoción no podría más que ruborizar, pero Manolo Blahnik parece ajeno a tan halagüeños comentarios. Cómico y risueño, Blahnik sigue firmando los pares de zapatos más deseados del mundo.

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El diseñador y la actriz, juntos en 2002 © GettyImages

Una ruta entre puntos dispares, como una rúbrica, han conformado el carácter de Manolo Blahnik: de padre checo y madre española, nació en Santa Cruz de Las Palmas. Empezó a estudiar en Ginebra, pero se mudó a París y de allí a Londres. El canario llegó a Londres recién estrenada la década de los 70, y consiguió su propio hueco entre el hervidero cultural inglés. Los contactos precisos y un talento desbordante marcaron el sino de su trayectoria. Paloma Picasso le llevó ante la grandísima Diana Vreeland, a quien mostró unos bocetos para el vestuario de una obra de teatro. La magnánima editora se deleitó con los zapatos e instó al joven Manolo a seguir por la senda del calzado. Dicho y hecho, pues poco más se podía añadir cuando la fantástica Vreeland daba un consejo.

Y así, en el corazón de Chelsea, el genial zapatero abrió su primera boutique. Confeccionados en pequeños talleres italianos –donde la artesanía del calzado casi trasciende su estatus y se convierte en religión– tres elementos básicos se repiten en cada modelo: por un lado la construcción, con un increíble ejercicio de equilibrios y balanzas para conseguir la mayor comodidad en la horma. Por otro el diseño, siempre ajenos a las tendencias y cargados de referentes artísticos o históricos. Y por último, el material; Manolo Blahnik echa el resto en cada zapato, con los materiales más exquisitos y refinados para elevarlos a la categoría de objetos de culto. Un hat-trick que sin duda alguna, al zapatero le ha funcionado durante más de cuatro décadas.

Algunas de sus primeras clientas –parisinas distinguidas como Loulou de la Falaise– enloquecieron al entrar en Zapata, su tienda de Church Street. Manolo había intentado descargar su talento con el calzado masculino, pero no había mucho que aportar en una esfera tan hermética como la del zapato para hombre. Y de la mano de Ossie Clark llegó la revolución. Alocados y divertidos, mientras el uno diseñaba ropa el otro zapatos. Los desfiles congregaban a lo más granado de la industria en aquel momento, y en todas las bocas (y en todos los pies) un solo nombre: Manolo.

A un lado y a otro del Atlántico. En 1978 se dio a conocer ante la

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Sarah Jessica Parker como Carrie Bradshaw ©GettyImages

sociedad neoyorquina con una colección especial para los grandes almacenes Bloomingdale's. De nuevo el éxito, y de nuevo una tienda. Un epicentro del calzado, como una meca para devotos del zapato. A finales de los 90 empezó a merodear por allí una joven de melena rubia y alborotada, extasiada delante de los escaparates: Carrie Bradshaw. Llevada a la televisión por la cadena HBO, Carrie es la protagonista de la adaptación del libro de Candance Bushnell. Cierto es que tras el éxito planetario de la serie, la autora ha aducido que su personaje no gastaba tanto en zapatos como en fiestas, pero la televisión puede ser un emplazamiento publicitario de excepción. Y nunca antes como en Sexo en Nueva York, una marca había sido mentada con tanto regocijo y alegría. Entre todas las que se citan, el nombre de Manolo Blahnik fue la reina. Su nombre llegó a ser en ocasiones parte de la trama. Atracada en plena calle, a Carrie le piden dinero y el par de zapatos. O loca de deseo en el almacén de Vogue, Carrie no da crédito al sujetar un par de Camparis (las Mary Janes negras, para los adictos a la serie) en sus manos. Ya un hecho de dominio público, la pasión de Carrie Bradshaw por las creaciones de Manolo Blahnik llegó a protagonizar un capítulo: El derecho de una mujer a elegir su calzado.

Por si aun queda alguien que no lo haya visto, Carrie acude a una fiesta en la que los anfitriones piden a los invitados descalzarse. A la salida, los zapatos –en este caso unos Sedaraby d'Orsay en plata– han desaparecido. Tras un tira y afloja con los dueños de la casa, varias reflexiones sobre su modus vivendi y un par de manzanas de paseo despachando verborrea, Carrie decide dar un paso al frente y levantar la apuesta: quiere sus zapatos de vuelta. En el último capítulo y como despedida, Carrie recibe la llamada de mr. Big diciendo que vuelve a Nueva York. Ella ríe, feliz como un niño con zapatos nuevos. Colgando de su mano, una bolsa de Manolo Blahnik.

La serie echó el cierre en 2004, en su punto de audiencia más alto. Y sea por eso, o porque el público seguía ansiando más aventuras de Carrie y mr. Big, la película no se hizo esperar. Un editorial de moda convertido en largometraje por obra y gracia de Patricia Field, la también directora de vestuario en la serie. Más de cuarenta cambios de look entre desengaños amorosos para deleite de los espectadores. Y como guindas, los zapatos. Pero cuando se pensaba que ya no podía caber más, se obró el milagro. Justo en el límite, justo el par de zapatos precisos y una declaración de amor capaz de borrar todo lo sucedido. Los Hangisi de Manolo Blahnik en color azul fueron lo que hasta la fecha un anillo de diamantes. Pero además, con ellos remató la faena el día de la boda. También fueron su "algo azul". Algo, que de haber sido un príncipe para ella, se hubiera llamado Manolo Blahnik.