A principios de abril, la bloguera con base en Los Angeles Aimee Song y la firma de cosmética Laura Mercier firmaban un acuerdo de colaboración cuya cifra rondaría el medio millón de euros (según barajó en su momento WWD). Este sería hasta el momento uno de los mayores contratos publicitarios cerrados entre un blogger y una firma de belleza (en la misma línea estarían Kristina Bazan y L'Oréal o Chiara Ferragni y Pantene). Aimee se convertía así en imagen y embajadora global de Mercier durante un periodo de un año. Entre las obligaciones contempladas en su convenio estaría crear contenido en exclusiva para su blog, Song of Style, así como para la web de la firma; subir vídeos a su canal de Youtube; colgar fotos de productos de la marca en Instagram; y asistir a eventos en representación de la casa.

Ahora, tan solo dos meses después de convertirse en un de las influencers mejor pagadas del mundo, saltaba la polémica. Y es que la Comisión Federal de Comercio de Estados Unidos -la FTC, un organismo gubernamental que se encarga de proteger al consumidor de prácticas ilegales y anticompetitivas entre compañías- llegaba a la conclusión de que la publicidad encubierta en las redes sociales es un delito si no se avisa expresamente que se está promocionando un producto o servicio -con etiquetas como #sponsored o #ad- . El mismo criterio se aplica para los embajadores de una firma. La relación comercial tiene que especificarse sin ambigüedad ninguna, sin rodeos ni juegos de palabras que puedan llevar a equívoco. Y esto va por Aimee Song. Porque si bien la californiana de origen coreano anunció a bombo y platillo su fichaje por Laura Mercier, no advierte en ninguno de sus posts que está haciendo publicidad. Pero no es la única. Casi ninguna lo hace.

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Ni Chiara Ferragni cuando destaca las propiedades de un determinado aceite corporal supuestamente milagroso (casualmente el mismo que usa su hermana), ni cuando nos habla de un rímel al que es adicta, nos invita a darnos de alta en una nueva aplicación de moda (la misma que nos aconsejan blogueras patrias como Lovely Pepa o Gala Gonzalez mientras nos animan a comernos un famoso helado de chocolate o nos dan la hora con un reloj en el que solo distinguimos un logo) o menciona, como quien no quiere la cosa y recién levantada, la última empresa a la que le presta sus servicios (en este caso Amazon); ni Danielle Bernstein, ni Julie Sariñana, ni ninguna de las más influyentes a nivel internacional, a excepción de Leandra Medine y de Pernille Teisbaek. La sueca siempre acompaña religiosamente sus acciones patrocinadas con el hashtag #sponsored. Algo menos clara es la neoyorquina. Esta última suele utilizar el hashtag #MRPartner, una consigna que, aunque da pistas sobre la naturaleza de la sugerencia, puede resultar insuficiente.

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¿Significa esto que los comentarios positivos de las bloggers son totalmente espontáneos si no se especifica lo contrario? Tampoco (no entramos en políticas de amiguismos, regalos o compromisos varios). Ni falta que hace. Pero dejar constancia de la sutil diferencia es, por lo pronto, tanto una manera de cumplir con los requisitos legales -los mismos a los que están sometidos las publicaciones tradicionales-, como de ser mínimamente honestas con unas incondicionales que ante tanto mensaje ya no saben distinguir entre propaganda y consejo. Porque que una Instagramer o Youtuber cobre por promover cierto producto no significa que nunca lo recomendaría si no le pagaran por ello, el problema es que a estas alturas tiene tan confundida a su audiencia que, aunque lo haga gratis, parece que recibe algo a cambio sistemáticamente. Si bien eso tampoco es algo exclusivo de este gremio.

Sea como sea, si la FTC se pone seria y sienta precedente fuera de sus fronteras, lo que está claro es que el principal argumento de las marcas para pagar grandes cantidades de dinero a ciertas influencers -esto es: el poder de influencia directo sobre un determinado grupo de gente-, se resiente por la pérdida de credibilidad de las mismas (¿no era su cercanía y naturalidad lo que justamente las distinguía de las revistas?). Y no solo eso, sino que esta burbuja publicitaria parece estar condenada si no al fracaso, sí a una estricta regulación que dará al traste con su dinámica tal y como la conocíamos hasta ahora. Sirva como muestra la sanción impuesta a los grandes almacenes Lord & Taylor por lanzar una campaña masiva en las redes sociales donde varias blogueras posaban con el mismo vestido sin advertir del contenido pagado: según publica The Fashion Law, estarán 20 años sin poder hacer publicidad ni en medios, ni a través de bloggers. Al menos no en las mismas relajadas y difusas condiciones en las que lo venían haciendo hasta el momento. Las blogueras, por su parte, no serán de momento perseguidas por sus prácticas ya ilegales en territorio estadounidense, alegales en esta parte del planeta, si bien su peor condena empieza y acaba con la pérdida irreversible de seguidores, y por ende, de contratos publicitarios con marcas comerciales.