Tendrás que probarte pantalones de marcas masivas, porque en los showrooms solo tienen tallas de modelo y no te van a servir”. Vale. Capto el mensaje. La primera, en la frente. Me llaman de esta revista superfinísima para encargarme una misión imposible porque saben que soy una mujer extra-ordinaria. Sí, así, separado y con guion intercalado, que con el edicto ese que ha sacado la Santa Madre RAE de unir indisolublemente los prefjios a la base se pierden más matices que con dos lavados sobre un tinte multirreflejos del súper. Porque, a ver, pamplinas, las justas. Por mucho que te doren la píldora las nuevas, una es consciente de que de extraordinaria no tiene nada. Lo que sucede es que es normal en grado sumo.

Una mujer tipo, que no viceversa. La española media en persona, menos en lo tocante a la edad en la que, modestia aparte, estoy en la gama media-alta. Con mi talla 40 en una horquilla de la 36 a la 44, según patrón, marca y fabricante. Con mis piernas ni cóncavas ni convexas sino todo lo contrario. Con mis muslos siameses en tiempos de amazonas con arcos del triunfo por los que podría pasar la Acorazada Brunete. Con mi culo de carpeta, en fin, en tiempos de los ubérrimos glúteos de Kim Kardashian. Y con mi cuota alícuota de dignidad, demonios. Así que al lío, que me estoy cargando yo sola mi poquito de misterio.

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Desfile de Céline.

Resulta que alguien, en alguna parte, algún divino gurú del negocio solo o en compañía de otros, dictaminó hace meses en algún conciliábulo que este verano las humanas nos íbamos a poner pantalones imposibles por sus santos atributos. Los suyos, no los nuestros, evidentemente. Porque solo hay que ver a los susodichos colgados de la percha para quitársele a una las ganas de ponérselos. Disuaden más que un radar recaudatorio. Patas como de elefante de Botsuana, canillas como las trompetas del Apocalipsis, perneras cual campanas de la catedral de Burgos. O largos, larguísimos como para meterle palmo y medio a los bajos. O tan ortopédicamente anchos y cortos como si les faltara justo la cuarta ymedia que les sobra a los otros. Pero bueno, que no cunda el desánimo. Ya se sabe que las apariencias engañan y que a veces un pingo presuntamente asesino sienta de muerte. Además, el trato era precisamente ese: entrarle a esos trapos, probárselos y contarlo. Y una será paticorta, sansculotte y cachijunta, de acuerdo, pero a profesional no le gana nadie.

Comencemos por los de campana: mejor una vez colorada que ciento amarilla. Veamos. He aquí unos vaqueros de talle alto, pierna pitillo hasta la rodilla y, de corvas para abajo, lo que parecen las cataratas del Niágara derramándose en loneta, perdón, denim, azul índigo hacia el abismo. Procedamos. Subir, suben. Y abrochan, milagro. Lo malo es que, cuando el tiro alcanza su tope al topar con salva sea la parte, aún queda medio metro de recia tela tejana arrastrando por el suelo. Vale: se imponen los tacones. Mejor cuanto más altos. Ni por esas.

Ni encaramada a la plataforma continental europea podría una lograr que los bajos de esas tuberías campaniformes rozaran graciosamente el piso. Y eso que, otra cosa no, pero una tiene su altura de miras: un metro y setenta centímetros, menos el par de ellos largos que habré encogido de tanto doblar la testa ante tanto jefecillo que en mi vida ha sido. No obstante, y una vez cogido el filo con alfileres, quedan un par de conclusiones para la historia. Una: de cintura a rodilla, más que de campana, los pantalones de ídem hacen figura de bandurria del Orfeón Donostiarra. Y dos: considerando el conjunto, más que Daria Werbowy peinando lánguidamente la arena de los Hamptons con los bajos, parezco talmente Francisco Rivera barriendo el albero del tentadero de Cantora con los zahones del mayoral puestos. Francisco Rivera Pantoja, no Rivera Ordóñez.

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Desfile de Chanel.

Visto el éxito, pasemos a la otra gran tendencia de la temporada. Los pantalones pesqueros ni maxi ni midi ni mini ni nada. ¿Saben ese lugar equidistante entre la rodilla y el tobillo donde más duelen los golpes traicioneros con las cajoneras de la oficina? A media espinilla, digamos. Pues hasta ahí exactamente llega el dobladillo de los susodichos. Difíciles de llevar, a priori. Eso, por no hablar de sus hechuras. O apretados como leggins para acabar en una especie de corola de ¿adorno? O amplios como hospitales de campaña. O fruncidos y de cintura baja. O calzados a presión justo debajo del pecho. Bien. A por ellos: los anchos suben sin problemas, solo faltaría. Los estrechos, con alguna incidencia.

Bien es cierto que tampoco ayuda el hecho de que, en el momento de la prueba, aún acarreo dos glándulas sebáceas suprarrenales producto de la desa–forada ingesta de carbohidratos durante los fastos navideños. Da lo mismo. El drama acontece más abajo. Tiesos o fluidos, holgados o ceñidos, todos acaban exacta y bruscamente en el punto antes citado. Y, por muchas posibilidades que tenga el estampado, la tela o el diseño, ese largo no favorece a 9,9 de cada diez mujeres del planeta. Por no hablar del enigma de a ver de cómo diablos te calzas. Con sandalias planas pareces una recolectora de arroz vietnamita de las que se parten el espinazo de sol a sol por un sueldo de miseria. Con tacones, una grulla desgarbada a punto de quebrarse las canillas en cualquier junta de dilatación de la moqueta del curro.

Total, que si no eres Elle McPherson, Nadja Auermann o Beatrice Borromeo, por citar tres generaciones de garzas bendecidas con talle de junco y piernas hasta las axilas, las campanas, más que tañer a gloria, doblarán a muerta por ti si tienes el aplomo de ponértelas. Y todo porque algún divino gurú ha decidido que vuelven los años setenta. Ah, pero, ¿es que alguna vez se fueron? Lo peor, y lo mejor, de todo este drama del primer mundo será, seamos realistas, que a su debido tiempo, cuando lleguen esas noches de verano con las que ahora soñamos bajo la batamanta, cuando estemos lo suficientemente morenas y todos los gatos sean lo suficientemente pardos, entonces, las compraremos, nos las pondremos y nos encontraremos ideales de la muerte digna y la eutanasia. Al tiempo.