Si te pones el nombre de un cuchillo es que tienes intención de cortar. Reflejado en la acerada hoja de doble filo de un Bowie (faca favorita de los Wild Boys de William Burroughs no por casualidad), David Jones se clavó en aquel alias que iba a quedar para los siglos: afilado, preciso, calculador, hiriente. La estocada pop definitiva. “Os lo voy a dejar claro: tenéis que abrir brecha para el Homo Superior”, cantaba con un vestido masculino de Mr. Fish en Oh You Pretty Things, apología del superhombre incluida en el muy arcano Hunky Dory (1971). Busquen a otro artista capaz de tamaño autobombo hace 45 años y póstrenlo ante su divina presencia, si lo encuentran incluso hoy. Así es cómo se pasa de ser no solo un músico ninguneado, sino incluso vilipendiado, a la estrella que todos los demás quisieron ser.

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David Bowie, en enero de 1969.

Con su cuchillo Bowie, el hombre que cayó a la Tierra (esa zorra) se cortó un traje a medida. La pregunta del millón es quién era realmente la persona que lo vestía. Por sus excesivas ansias de notoriedad sabemos que, desde luego, era muy humano. Aunque su naturaleza era la del vampiro, como bien se encargó de airear el cronista, escritor y biógrafo del rock británico Paul Trynka en Starman: David Bowie (Sphere, 2011). “Durante mis tres años de investigación, me he dado cuenta de lo controlado que siempre lo ha tenido todo. Por eso su máscara sigue siendo impenetrable”, le confesaba a este periodista Victoria Broackes, comisaria junto a Geoffrey Marsh de David Bowie Is…, la antológica del artista en el Victoria & Albert Museum de Londres, en 2013. “Además, tenía una intuición extraordinaria para rodearse de los colaboradores apropiados, de la gente cool que le permitía expresar lo que deseaba y a la que llegaba a vampirizar”.

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Bowie, como el Duque Blanco, en una actuación en Rotterdam el 13 de mayo de 1976.

La leyenda del Nosferatu del rock se forjó entre The Rise And Fall of Ziggy Stardust And The Spiders from Mars (1972) y Scary Monsters (And Super Creeps) (1980), aunque en realidad todo había comenzado en 1971, cuando Tony DeFries, su entonces mánager, entró como un miura en el despacho de los gerifaltes de RCA para espetarles que aquel era un sello muerto desde los cincuenta, pero que si querían hacerse con los setenta no lo dudaran, porque “David Bowie marcará una década para recordar, como The Beatles en los sesenta”. Con el tiempo, aquel se reveló como un plan maestro, cimentado en las enseñanzas de Nietzsche, Crowley, Orwell, Burroughs y Warhol, en el que “todo debía ser irremediablemente simbólico”, en palabras del propio interesado. Del Mesías marciano al Delgado Duque Blanco, pasando por Aladdin Sane (A Lad Insane, o sea, un tío loco… por la celebridad, que es de lo que iba el disco), la construcción del personaje tiene sin embargo más de otros que de él mismo.

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Bowie en escena, en Londres del 73.

Fue Angie Barnett, su primera esposa, la que le sugirió el célebre mullet pelirrojo, a imagen del corte andrógino de Daniella Parmar, una de las compañeras de farra en Yours Or Mine, el agitado club gay londinense donde los Bowie también encontraron a Freddie Burretti, diseñador de cabecera desde entonces (y supuesto amante también). Ganado enseguida para la causa, el adolescente Burretti se encargó de coser –mano a mano con Natasha Korniloff– las copias baratas de los diseños del japonés Kansai Yamamoto en los que se basó la indumentaria de Ziggy Stardust y sus Arañas de Marte (a su vez inspirada por los drugos de La naranja mecánica de Kubrick). Aunque sus obras maestras fueron el traje azul hielo que el cantante lució en el vídeo de Life on Mars (1972) y el de color mostaza que llevó en la gira de Diamond Dogs (1974), aún capaces de impactar en un Dries Van Noten, una Phoebe Philo y un Riccardo Tisci cuatro décadas después.

Al final, el mismísimo Yamamoto acabó vistiéndolo de samurái cósmico para el fabuloso tour de Aladdin Sane (1973), un álbum cuya legendaria imagen de portada fue concebida por la artista gráfica Celia Philo (sí, madre de la actual directora creativa de Céline) y el maquillador Pierre La Roche.

Por su parte, el creador afroamericano Ola Hudson se haría cargo de la pulcra y estilosa imagen del White Thin Duke de Station to Station (1976), mientras que Korniloff consiguió su momento de gloria con el traje de Pierrot de Scary Monsters. “Es como si tuvieran telepatía y fueran capaces de hacer realidad lo que tengo en mente”, decía el artista de sus vampirizados durante una entrevista, en 1974. “La verdad es que a él no le interesaba la moda más que como un vehículo para expresar su música”, apunta Broackes. De su relación con el cabaretero Joey Arias y el inclasificable Klaus Nomi, a finales de los setenta, queda en la retina el traje-escultura inspirado en los diseños dadaístas de Sonia Delauny para las piezas teatrales de Tristan Tzara en los años veinte. Genuina apropiación cultural puesta en escena en el programa de televisión estadounidense Saturday Night Life, en 1979.

A partir de 1983, tras Let’s Dance, el ansia de sangre fresca parece remitir: apenas una casaca de Alexander McQueen en Earthling, su oportunista coqueteo con el drum’n’bass de 1997, y el traje de seda azul de Dior Homme que Hedi Slimane le diseñó para la gira de Heathen, en 2002. Resulta que esa apisonadora de tendencias, ese superhombre capaz de dinamitar los géneros, ese camaleón de la moda solo podía serlo como reflejo del talento de los demás. Cuando Broackes y Marsh titularon Plagio o revolución uno de los apartados de David Bowie Is… no fue por capricho, no. Pero, ¿acaso no está la apropiación en la naturaleza del pop misma? “De la moda a la filosofía, del cine a la literatura, del mimo al kabuki, de la pintura al diseño gráfico, Bowie era todas las manifestaciones artísticas que podamos imaginar”, concluye la comisaría de aquella exposición. Lástima que a este cuchillo ya no le quede más tela que cortar.