Dicen que este año triunfó la elegancia en los Premios Goya. Lo aseguran las incontables notas de prensa acreditando prendas, zapatos y hasta calcetines, los listados asequibles a las mejor vestidas y las cadenas de televisión generalistas que alababan esta edición el aprobado con nota de nuestras actrices. Pero hay algo que destacó por encima de todo lo que brilla: el cine español ha dejado de necesitar al coloso de la moda internacional para saberse elegante. Firmas como Christian Dior, Chanel, Louis Vuitton o Alexander McQueen, presentes y triunfales en Globos de Oro, BAFTAs u Oscars, no tuvieron ni un solo vestido del que presumir en la alfombra roja.

Contra su ausencia la multiplicación de Teresa Helbig, que vistió a las tres actrices como tres ejemplos de riesgo y acierto: Úrsula Corbero, de terciopelo burdeos y avivando la estela del efecto Angelina, Inma Cuesta en versión camisera y sobria y Macarena Gómez, que si bien refería a la cultura asiática en un vestido de mangas en pico desviaba la atención al excesivo cardado de su semirecogido. Pero la diseñadora catalana no fue la única en apuntarse tantos: el joven jienense Leandro Cano, que defendió su costura con tintes de animalario en el cuerpo de María León, Dolores Promesas y su fructífero nexo con Leticia Dolera, la siempre acertada Manuela Vellés de Cortana o la intrusión de la moda nupcial en los Pronovias de Amaia Salamanca y Aura Garrido fueron ejemplos de cómo la moda española y su músculo productor no han de ser polos opuestos si no es en esa excepción de emporio textil que lo devora todo desde el noroeste gallego. Juana Acosta, incomensurable de Isabel Basaldúa o Bárbara Lennie, desbordando bisoñez, fueron los ejemplos más acertados.

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Penélope Cruz, ’Alta Diva’ en su elección de Atelier Versace.

Hace menos de una semana, el estilista oficial de la gala, Pepe Reyes, reconocía el gran paso que supone la presencia de 150 firmas nacionales en la alfombra roja de este año. “De los 300 vestidos y 80 trajes masculinos que llegan al showroom durante el mes y medio que está instalado, sería increíble ver más del 10% llevando alguno”. El balance positivo al ver los resultados se agradece más aún al ver que, esta vez sí, los vestidos se ceñían en su sitio y los trajes se entallaban donde tenían que hacerlo, algo que tantas veces ha brillado por su ausencia. Impacta que entre un aprobado general en sencillez y elegancia entre la mayoría de las invitadas, una impostada Penélope Cruz volvía a recurrir al flequillo postizo y al escote palabra de honor, como si de una Sophia Loren contemporánea entre un campo de doncellas se tratara. Esta vez, ni el Versace Atelier que eligió su estilista Cristina Ehrlich consiguió que la prensa halagara su elección, frente a la naturalidad y la mesura de sus compañeras.

Por otro lado, un oxímoron importante. En su discurso de Presidente, Antonio Resines defendía incansable la necesidad de luchar contra la piratería en el cine. Lo hacía con datos implacables, los que apuntan a cómo en el año 2015 “se descargan ilegalmente 1900 películas por minuto. Asombroso, ¿no? Pues es verdad”, zanjaba. Lo que también se antoja inaudito es que Parfums Saphir, empresa de perfumes que patrocina la gala por tercer año consecutivo, fuera condenada el año pasado por competencia desleal e infracción de marca tras una demanda presentada por el Grupo Puig. Que un emporio dedicado a las equivalencias –esto es, listados que conectan sus fragancias con las que más se parecen a otras que sí pertenecen a la industria del lujo– sea el sponsor de esta cita, se vislumbra paradigma del camino que aún les queda por recorrer a moda y cine español, esperemos en conjunto.