Tener algo que decir y decirlo fue toda la sentencia de Oscar Wilde como pócima infalible ante la falta de inspiración; un aforismo que debió caer bien pronto en manos de Françoise Quoirez, pues justo con la mayoría de edad vio la luz su primera novela, un bombazo de ventas que la catapultó de por vida a los altares de la cultura francesa. Ella, desde su trono, se dedicó a vivir según su antojo y bajo su estricto estándar de libertad conquistada a base de historias melancólicas de burguesas, como ella, quien al final hizo de su vida el mejor argumento para una novela.

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Una imagen de la novelista tomada en su propia casa.

Françoise Quoirez –el Sagan lo tomó prestado de un personaje principesco de su adorado Marcel Proust, se encontró el primer muro de contención en casa: hija de un burgués hasta la médula, para aquel padre que su hija pretendiera ser escritora era de todo menos aceptable. Pero ella estaba resuelta a escribir, y al traste con las amenazas paternas. A los dieciocho años, Françoise Sagan amaneció convertida en una célebre escritora gracias a su primera novela: Bonjour tristesse. La historia de Cécile le reportó fama, pero sobre todo pingües beneficios y aquella jovenzuela menuda y aniñada, se erigió en icono para una legión de devotas confesas.

Sagan patentó un estilo de aire beatnik, con corte garçon y rouge en los labios y un montón de prendas en negro y camiseta a rayas; jamás le fue infiel a su estilo, no así a sus maridos. Primero se casó con Guy Schoeller, pero duraron tan solo un par de años; después vino Robert Westhoff, un modelo bisexual que le dio al único hijo: Denis. Entonces, en una de sus idas y venidas a la revista ELLE donde trabajó como colaboradora a raíz del éxito de su primera novela, conoció a la que sería su verdadero amor: Peggy Roche. Ambas estaban casadas entonces, Peggy con Claude Brasseur, y ella con Robert, pero su amor pudo más. Juntas se convirtieron en dos estandartes de la libertad y la determinación desde el apartamento del distrito XIV que habitaron juntas.

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Junto a Jacques Chazot en un recital de Jacques Brel en el teatro Oympia de París.

Aquella propiedad de la rive gauche se convirtió en epicentro de la libertad: todo aquel que pretendiera cultura y experimentación debía pasar por allí. El dinero entraba sin parar por los derechos de autor, pero salía disparado, tan veloz como los Aston Marin que Françoise Sagan se moría por conducir. La escritora se aficionó hasta las trancas a conducir coches de carreras y a correrse buenas juergas; se dice que perdió ocho millones de francos de un plumazo, con la ruleta. Pero quizá haya algo de literatura dada la protagonista que nos ocupa. Hasta que la fiesta, el derroche, y sobre todo la gracia de la historia se estampó igual que lo hizo Sagan sobre su coche de lujo. Empezó entonces para la novelista una letanía de dolores sólo paliados con fuertes medicamentos, tres veces más fuertes que la morfina.

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Una imagen de archivo de Françoise Sagan.

Aquella jovencita despreocupada que había narrado historias de una burguesía ociosa e indolente, que había ganado cantidades indecibles gracias a novelas como Un certain sourire, Le lit défait o Aimez-vos Brahms?; aquella que había hecho novillos un día sí y el siguiente también para ir a escuchar jazz por Saint Germain des Prés, vio como todo su universo creado ex profeso a la medida de sus gustos se diluía mejilla abajo como sus lágrimas de dolor.

Entre sus muchas amistades, Sagan era íntima del presidente de Francia François Mitterrand, por lo que varios magnates interesados presionaron a la novelista para que interviniera en favor de la multinacional Elf y así que el presidente les permitiera la explotación de unos yacimientos de Uzbekistán. En pago por los servicios donaron a la escritora una desorbitada cantidad que fue a parar a la chita callando a una cuenta en Suiza; al ser descubierta la cuenta que evadía impuestos la encausaron para hacerle frente o pasar un año en la prisión.

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Un primer plano de la escritora Françoise Sagan.

Françoise Sagan se encontró sola, mayor, arruinada, víctima de unos dolores terribles y adicta al opio y a la cocaína. Un grupo de intelectuales franceses, capitaneados por Isabella Adjani tomó cartas en el asunto y decidieron dar un paso al frente para ayudar a Sagan; suya fue la mítica frase: “Puede que Sagan le deba dinero a Francia, pero mucho más le debe a ella Francia”. Cierto como el sol, aunque quizá seamos muchos más los que estemos en deuda con la novelista por las historias que nos regaló. Sobre todo, la suya.