Un ferrari no deja de ser un armazón de hierro, pero con un motor tan potente que pasa de 0 a 100 en cuestión de segundos. La ostra se presenta como un molusco bivalvo feo y rugosos, entre grisáceo y marrón pero ¡oh maravilla cuando al abrirlo aparece la perla!. Margaret Edmona Strader nació en Kentucky hija de un simple entrenador de caballos, pero se valió de su porte distinguido y su mirada azul para escalar en la jerarquía social como jamás nadie ha conseguido; una proeza nunca antes vista. Ni nunca después.

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Esta historia –como la de casi todas las luminarias estéticas del pasado siglo– arranca con un inicio un pelín agrio, el divorcio de sus padres la obligó a vivir a saltos de casa de una abuela a casa de la otra. A su alrededor, tanto por vía paterna como materna se iban sucediendo los casos de taras mentales y la mejor influencia era la de su padre, el que por desgracia más tiempo pasaba alejado de ella. Pronto entendió Edmona que el único modo que tenía de escapar de todo aquello era el matrimonio, así que dispuso todo gracias a los contactos de su padre para coincidir con Henry James Schlensinger en las carreras de caballos. Edmona se casó en 1918 con el heredero más rico de Wisconsin, hijo de un empresario del hierro y carbón. Pero aquello resultó no ser suficiente, y decidió subir un peldaño más: en 1920 se volvió a casar, esta vez con James Irving Bush, “el hombre más apuesto de America” –así lo presentaban en los medios. Ciertamente era apuesto, casi tanto como desagradable y violento cuando bebía; y acostumbraba a estar borracho. Un viaje a París zanjó el asunto y el contrato matrimonial y Edmona volvió a Nueva York de nuevo en el mercado. Dispuesta a afrontar el tercer asalto. Eso sí, para afrontar de cara la nueva vida, nada como empezar con nuevo nombre. A partir de entonces solo Mona.

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Cuentan las malas lenguas que Mona aprovechó una escapada de su amiga Laura Curtis para birlarle el novio, Harrison Williams, el hombre más rico de Estados Unidos y un señor viudo de 53 años –24 mayor que ella. El dinero entraba sin descanso, y con él la vida que tanto había anhelado Mona: joyas, casas y vestidos; todo al más alto nivel. En tanto que propiedades, Mona amasó un fortunón, y todas decoradas con un gusto exquisito: Una residencia de 1915 entre la Quinta Avenida y la calle 94 con sello de Delano & Aldrich, una mansión en el prestigioso enclave de Oak Point en Long Island, otra mansión con fachadas en blanco inmaculado e interiores diseñados por Syrie Maugham en la Avenida Worth de Palm Beach, y la “niña de sus ojos”: Villa Il Fortino, una mansión histórica en Marina Grande, Capri. A ese ritmo iban también sus vestidos; se dijo que en una de esas en que Mona pasaba largas temporadas en París descarriló un tren que cargaba con maletas repletas de vestidos suyos. En vistas de que el cargamento no iba a llegar a la destinataria, Mona presa de un arrebato llamó a los salones de Balenciaga y encargó 150 vestidos. Claro que también se dijo que la señora Mona se encerró tres días seguidos a llorar al saber que monsieur Cristóbal Balenciaga había muerto. Ella fue el ejemplo, el botón de muestra para editoras de la talla de Diana Vreeland cuando pretendían explicar a sus acólitas qué era ser elegante.

Refinada en todo, de su aspecto a la decoración. Cuentan que todo en Mona era “siempre más”, por eso cuando enviudó de su tercer marido "el torrente Mona" no pudo parar y dio el paso definitivo al ascenso de los cielos sociales: la aristocracia. Mona pasó a ser von Bismarck gracias al cuarto marido: Edward von Bismarck, un amigo decorador y nieto del canciller alemán. De Edward se dijo que era homosexual, pero obviamente aquello no detuvo a la insaciable Mona von Bismarck, que iba a la zaga del último peldaño; su cuarto matrimonio le entregó las llaves que abrían las puertas de los grandes salones europeos. Mona se elevó sobre aquellos comentarios y se dispuso a reinar con una elegancia y majestuosidad pocas veces vista. Alta, delgada, soberbia en su cabello plateado y punzante gracias a unos ojos afilados del color de la aguamarina. De aquel tiempo son las fantásticas fotos de Cecil Beaton con la recién estrenada aristócrata en el Hotel Lambert de París. Cole Porter le cantó a su gracia y Dalí pintó su magnetismo; Mona von Bismarck no dejaba indiferente a nadie. Más bien todo lo contrario, el mundo del estilo se moría por conocer sus gustos –y seguirlos a pies juntillas.

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De nuevo viuda, esta vez con 73 años, Mona von Bismarck aún se repuso del mal trago y se preparó para el acto final: un golpe de efecto con doble pirueta y salto mortal. Sorprendió a propios y a extraños con un marido 14 años menor que ella, el doctor italiano Umberto de Martini. Galeno y zángano a partes iguales, de Martini salió rana y después de muerto se descubrió el pastel: el doctor seguía estando casado aunque a Mona le hubiera vendido la burra, mientras tanto vivió a cuerpo de rey gracias a la holgada cuenta de la von Bismarck. Umberto se despeñó por un acantilado mientras corría con su Alfa Romeo y murió; el chiste fue inevitable para las arpías de la alta sociedad: Martini on the rocks. Mona no le vio la gracia, había perdido las ganas de reír.

Primero se retiró a su propiedad de Capri, apartada de todo y de todos, junto a su amigo y confidente Truman Capote. Hay trazas de Mona von Bismarck en cada línea de su novela Plegarias Atendidas; ella era la abeja reina de la vida social y el novelista no encontró inspiración mejor para su obra. Al poco cerró su mansión de Capri y voló a París, donde se recluyó en su pied-à-terre del 34, avenue de New York. Allí murió el 10 de julio de 1983 Margaret Edmona Travis Strader Schlesinger Bush Williams von Bismarck - Schönhausen de Martini, donde hoy reside la sede del Mona von Bismarck American Centre –un centro que pretende tender lazos de unión entre Europa y Estados Unidos a través del arte. Ninguna obra puede superar al artista y Mona fue única en el arte de vivir.