“Si lo llego a saber, adopto un perro”.

Mi amiga S. estaba en el típico cumpleaños infantil, rodeada de otras madres, cuando, de pronto, se sintió lo suficientemente a gusto como para soltar esa frase sobre sus hijos, sincera y devastadora:

“Si lo llego a saber, adopto un perro”.

Apenas llevo unas líneas de este artículo y la he escrito dos veces. Creo que podría ponerla unas cuantas más y esa sensación, de profundo asombro y complicidad, no desaparecería.

“Si lo llego a saber, adopto un perro”.

Cuando lo dijo, mi amiga S. se obligó a reír, como si la risa aplacara la crueldad de esas palabras. Fue consciente en seguida, antes de terminar la frase (“... adopto un perro”) de que la hipérbole era demasiado hiriente para el resto de madres que la acompañaba, se dio cuenta tarde de que no la comprenderían. Ninguna la siguió en las risas, a ninguna le hizo gracia. Ese grupo de mujeres mostraba todos los síntomas de ser el tipo de madres que vive la maternidad como una religión. Todo en su vida gira en torno a sus hijos. Todo. Absolutamente todo. Renegar de ellos, aunque fuera de broma, no entraba dentro de lo aceptable. Mucho menos en su sentido del humor. Sobre la maternidad puedes bromear, puedes reírte de sus frases manidas y sus lugares comunes, pero no de su crueldad, de lo fatídicamente irreversible que es.

Las frases, los reproches a nuestros hijos, están ahí. Y las aceptamos como un guiño pueril, porque las madres, cuando nos quejamos, solemos quedar reducidas a la parodia: “Un día de estos me voy a por pan y no vuelvo", "quién me mandaría teneros, yo lo que quiero es un negro que me abanique”.

Parecen bromas, tan graciosas y comunes, y hay verdad y cierto folclore en ellas. Pero mi amiga S., si lo llega a saber, adopta un perro. Y quiere a sus hijos, los ama con toda la entrega y locura del mundo, doy fe, pero ella, os lo digo yo, hubiera adoptado a un perro.

El debate es muy interesante y hoy surge por el libro de la socióloga israelí Orna Donath, Madres arrepentidas, un ensayo en el que ha recogido una veintena de testimonios de madres que reconocen sin pudor que se arrepienten de haber tenido hijos. Las palabras de esas mujeres han levantado ampollas, pocas veces se ha contado de forma tan actual y moderna lo que significa la maternidad en toda su cruda realidad.

Leo esos testimonios y recuerdo algo de lo que ya he sido muy consciente varias veces en mi vida. Todos esos momentos en los que el agobio, el cansancio extremo, la preocupación, la desesperación o el olvido de mí misma me han llevado al arrepentimiento sólo he sido capaz de compartirlos con mi amigas más íntimas, con aquellas que me quieren tanto que sé a ciencia cierta que jamás me juzgarían.

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Julianne Moore no puede más en la película Las horas.

Tuve a mi hijo mayor por pura superviviencia. Creo que es la decisión más egoísta que he tenido en toda mi vida. Sólo pensé en sobrevivir. En aquellos momentos supe que perdía a la persona que más quería en el mundo, pensé que no sabría vivir sin ella, que entraría en la locura o en una depresión profunda, y lo único que se me ocurrió fue que tenía que tener a alguien a quien querer tanto o más. Lo vi como mi única opción, mi única salvación. Y lo tuve. Sin pensar demasiado, lo tuve. Fue una decisión, repito, tremendamente egoísta e inmadura. Pero fue mi decisión. Y no me arrepiento. Lo volvería a hacer. Aún hoy, diez años después, creo que mi hijo me salvó la vida.

A pesar de todo, de lo crucial que fue tenerlo, recuerdo haber sentido conatos de arrepentimiento. Con él fueron pocos y tardíos. Yo era tan joven, recién cumplidos mis 27, con la pérdida y el dolor tan recientes, que no tenía tiempo para perder ensimismándome. Mis inquietudes, mis pulsiones, estaban en aquel momento en un lejano segundo plano. Pero recuerdo vívidamente un día, cuando él apenas tenía unos meses de vida, tumbado en su hamaquita, con esa cara de asombro, sin entender qué demonios pasaba a su alrededor. Lo miré y supe que por más que me esforzara jamás sería la madre perfecta que él se merecía. Ese fue el primer pellizco de arrepentimiento, supe que la culpabilidad me acompañaría el resto de mi vida. Cada día. Y así es.

La segunda vez fue la primera noche de vida de mi hija. Hacía pocas horas que acababa de nacer, nos llevaron a la habitación y ella hizo ese ruido extraño que sólo saben hacer los bebés que acaban de venir al mundo, ese sonido gutural que es quejido sin llegar al llanto. Lo oí y me di cuenta, empezamos de nuevo, demonios, otra vez. Se lo dije a mi acongojado marido: “Dios mío, me arrepiento, ¿no la podemos devolver?”. Me arrepiento, esas fueron las dos palabras que grité desconsoladamente durante todo el parto, mientras emitía ruidos insoportables que salían de mi interior, muy parecidos a los de una ballena cuando se acerca a la muerte irremediable. Eso era yo pariendo, en un parto maravilloso, natural y tan perfecto como yo había pedido. Una ballena que grita aterrada y que, cuando llega al final, se deja vencer hasta la orilla.

Quiero a mis hijos. Con locura, esa es la verdad. De eso no tengo ninguna duda. Hago todo lo que está en mis manos por que tengan una vida feliz, por que se conviertan en buenas personas, por darles cariño y bondad. Soy una madre generosa, pero exigente (eso me viene de herencia de la mía) y aún así, mentiría si no dijera que de tanto en tanto me reviene el arrepentimiento. Claro que los volvería a tener, eso es una obviedad, ahora que les conozco y les quiero de una forma tan exagerada, soy incapaz de renunciar a ellos. Pero si no los hubiera tenido, creo que sería feliz. Si no los hubiera conocido, tendría también una vida plena. Lo sé, aunque volvería a tenerlos. Y lo sé porque comprendo muchos de los testimonios que compila Donath. El que más llama mi atención, quizá, es el de esa abuela que asegura que tiene que hacer un esfuerzo cada vez que hay alguna actividad en familia. Hace el papelón y va a esas comidas y cenas con toda la prole, cuando sabe que hay muchas otras cosas que le apetecen más. Preferiría tumbarse en la cama y leer un libro, por ejemplo, antes que estar ahí con sus hijos y sus nietos. Eligiría ver una buena película, antes que todo ese paripé. Es una hipérbole, aunque real, que entiendo bien, a pesar de toda la culpa que arrastra. Y esa es la paradoja, cómo puede ser que os quiera tanto y a veces esté tan harta.

Y hay días que estás tan cansada, tan terriblemente agotada, que quizá lo raro es no arrepentirte.

Lo importante del libro de Donath es su contemporaneidad. Ahí está lo radical del debate, que por primera vez pone en modo presente algo que ha estado ahí siempre, en la literatura, en el cine, en la poesía. Podemos hablar de la película Las horas, del personaje de Julianne Moore, que no puede soportar la asfixia de la maternidad y quiere buscarse en la libertad. También de un librito que tengo siempre en mi mesita de noche, Tres mujeres, de Sylvia Plath. Un poema a tres voces, cada una de ellas es una forma distinta de vivir la maternidad. De tanto en tanto vuelvo a él y busco las palabras de la madre arrepentida. La vida y la muerte de Plath estuvieron impregnadas de ese sentimiento, de ese tabú, de esa insoportable levedad de su ser y del drama de la maternidad.

“No hay milagro más cruel que este.
Me siento arrastrada por los caballos, cascos de hierro.
Túnel oscuro a través del cual se precipitan las visiones.
Soy el centro de una atrocidad.
¿Qué dolores, qué tristeza estoy engendrando?
¿Puede tan inocencia matar y matar?¿Ordeñar mi vida?
(...)
Me siento usada, manipulada”

Renuncias a cosas. La maternidad es renuncia. Al principio no te das cuenta. Te convences de que no, de que tú no has caído en eso. Pero pasa el tiempo y descubres que sí, que has tenido que olvidar algo de ti para poder criar a tu hijo. Y ahí crees que fue elección tuya, pero no. Quizá esa es la clave, si las mujeres no tuviéramos que renunciar a una parte importante de nuestra vida, ese arrepentimiento sería más leve, más llevadero, más trivial.

Y esa renuncia, no se acaba nunca. Las preocupaciones, el drama, el cansancio, las angustias... el miedo. No se acaban nunca.

Con todo lo que yo os quiero, ay, si lo llego a saber...

ADOPTO UN PERRO.

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