Mi amigo M. es un tío guapo. A decir verdad, no sólo está bueno, también es inteligente, muy divertido, generoso y muy, pero que muy, interesante. Y soltero. Vive en una gran capital europea y, a sus pocos más de 40 años, acaba de descubrir Tinder. Mi amigo el guapo, listo y maravilloso; el que ligaba bailando lentas y tomando chupitos en la barra de un antro noventero, ha caído de bruces en esa app del demonio y aún intenta explicarme cómo funciona eso. A mí, que la última vez que ligué fue jugando al futbolín.

Sé perfectamente que mi amigo llega tarde a Tinder, pero que haya ocurrido es algo extraordinario al nivel del Armageddon. Llevo años escuchando que eso está lleno de saldos, un mercado del ligue en el que sólo las que tienen mucha suerte (como mi querida Pepa) encuentran la aguja dorada en el pajar. Por eso, cuando mi amigo me confesó que hacía tres meses que había empezado a utilizarlo, sentí un pequeño pánico. Yo, que llevo media vida con la misma pareja, tuve ese pensamiento, ese miedo eléctrico que me paralizó hasta la glándula pineal: “Nena, como te divorcies ahora, a ver cómo aprendes a conducir en Tinder”.

Concreto mi nivel de bisoñez: yo hasta es momento no sabía ni lo que era un match ni me había metido jamás en mi vida en la app. Digamos que Tinder y yo compartimos planeta pero vivimos en universos absolutamente paralelos. Y así era feliz hasta que mi amigo me metió en la boca la dichosa pastilla roja. Ahora sólo puedo ver la cruda realidad.

Esa realidad es que ningún usuario de Tinder dice que le gusta Tinder. Eso me resulta rarísimo, porque despotrican de la app pero siguen usándola. Quizá ocurre que, como dice mi amigo, si estás soltero, ya no te queda otra que conocer gente a través de ahí. Él estuvo mucho tiempo resistiéndose, hasta que llegó un punto en que todo los solteros que conocía estaban dentro. La paranoia alcanzó el grado de empezar a creer que todas las chicas solas en los bares, en realidad esperan a la persona con la que habían quedado en Tinder ¿Suena loco? Lo es, sobre todo porque mi amigo sabe perfectamente que las chicas podemos estar sin compañía en un bar sin necesidad de esperar a nadie. Lo sabe, doy fe de que lo sabe, pero lo acabo de decir, ya estaba paranoico perdido con el Tinder del demonio. Y de esa paranoia floreció su timidez.

Vuelvan a leer el primer párrafo de estas líneas. Exactamente, mi amigo es un hombre que nunca tuvo problemas a la hora de ligar. Siempre lo hizo de forma natural y relajada, pero siempre “en directo”. Una vez el virus de Tinder se le metió en el tuétano, le costaba acercarse a las mujeres, porque siempre tenía esa maldita duda: ¿estará esperando a alguien de Tinder? Así que se la sacó de cuajo metiéndose él también.

¿Liga ahora? Sí ¿Más que antes? Desde luego, más que cuando estaba paranoico. Pero no le gusta tanto como cuando lo hacía en la barra de un bar, en el cine o en el videoclub. Ni de lejos, “pero es lo que hay”.

Caído mi último gran héroe del ligue analógico, miro a mi marido y me reviene ese sabor. El recuerdo de aquel primer tequila, de los besos borrachos de quien aún no sabía ni el nombre ni la profesión ni las aficiones ni había visto foto alguna. Y sé que, si tuviera que volver a hacer ese match, lo haría igual en digital.

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