Después de tenerme varios meses de maruja por rastrojo probándome los camisones de madama y los zapatones de monja que se llevan esta temporada, las jefas de la revista han debido verme tan perjudicada de cuerpo y espíritu que me mandan a desintoxicarme a una casa de salud en la playa. Hasta ahí, todo normal, sino fuera porque el retiro es en el Healthouse Las Dunas Cinco Estrellas Gran Lujo de Marbella, así, con todas las letras. Un exclusivo centro de dietética y belleza solo apto para usuarios de tarjetas de platino iridiado. Así que me hago la ofendida insinuándoles que me están llamando gorda y me largo a echar un vistazo a uno de esos mundos que dicen que existen, pero que no son el nuestro. Vamos, que no me he visto en otra.

Llego en un transfer, vulgo cochazo con chófer, que me recoge a pie de AVE, y me reciben como si fuera la jequesa de Catar en persona los directores del cortijo, pues eso parece esta inmensa construcción en planta y sus hectáreas de jardines y piscina infinita en primerísima línea de playa. Son dos. Matrimonio, por más señas. Raúl y Sandra, se presentan, exquisitos ellos. Él español-colombiano-teutón. Ella, teutona a secas. Él, melena y barba cana, traje de tres piezas y alfiler en la corbata. Ella, moño bajo rubio, pantalón y suéter fluidos y piel de porcelana. Altos, guapos, esbeltos. Parecen un anuncio de su propio chiringo. El hecho de que fueran capaces de transformar en tres meses de obra este hotel abandonado con serpientes en la piscina en un paraíso en la tierra da idea de su eficiencia. Mano de hierro en guante de seda.

Cuando llegamos a la mejor mesa del comedor, presidida por una gigantesca manzana verde, símbolo del establecimiento, y les pregunto si ese va a ser mi condumio, sonríen educadamente y es entonces cuando empieza el espectáculo. Un menú de Aduriz con tres platos y postre por menos de 400 calorías. Uno de los tres que me atizaré al día y en los que probaré desde unas puntas de espárragos con nube de trufa hasta un tajín de cordero con verduras, pasando por unas vieiras con almendras, una crema catalana de mango y falsa galleta pulverizada y una falsa paella con falso arroz negro que en realidad es coliflor troquelada.

Se trata de engañar al paladar, que no al estómago, porque comer, comes. Y beber, ni te cuento. Entre la litrona de agua que te presentan como si fuera un Vega Sicilia, los cócteles sin alcohol ni azúcar que te cantan como si fueran de Chicote y las recetas que te anuncian como si fueran el cuerpo de Cristo, aunque tengan menos calorías que una hostia, perdón, oblea, consagrada, te pones hasta las orejas. Ya te encargas tú de rebañar la exquisita vajilla hasta sacarle brillo, no vaya a ser que no vuelvas a catar nada hasta nueva orden de la directiva pareja, cuya misión consiste en que alcances tu objetivo, ya sea la pérdida de peso, el retraso del envejecimiento o el desestresarte una micra de esta vida perra.

Esta es la mía, pienso cuando Sandra levanta los manteles y me manda al spa a que me den un masaje bien dado y unos chorros fríos y calientes donde yo te diga. Para ello, me enfundo en el albornoz de seda y las chanclas de bambú, uniforme de la casa que iguala a magnates rusos, jeques árabes y muertas de hambre de incógnito como servidora, y allí me las den todas. Y me las dan, en efecto. Excuso deciros que, tras el sobo integral, la sesión de spa, la cabina de nieve, la de sal y el rosario de deliciosos tormentos a los que fui sometida, levitaba sobre las aguas de la piscina climatizada.

Ya vino al día siguiente la profesora de pilates, un junco de edad indefinible entre los 40 y los 70, a ponerme en mi sitio. A mí y a mis músculos. Que tengo hiperlordosis, exceso de curvatura de la espalda, me suelta, y que, o me estiro más allá de desperezarme por las mañanas o me retorceré de dolor hasta el fin de mis días. Menos mal que tengo remedio, me anima. Y, acto seguido, me descoyunta viva. No me extraña que, como admiten Sandra y Raúl, al tercer día, debido al ayuno de sal y de azúcar, a sus exclusivísimos clientes se les pone un humor de perros, aunque sean del mejor pedigrí del Gotha canino. Pero, para eso, tienen fácil respuesta: “Se supone que persiguen un objetivo, nosotros solo hacemos lo posible para que lo consigan”.

Como yo solo estoy 27 horas de reloj suizo en este mundo felicísimo, me voy más contenta que unas Pascuas y cuando Raúl y Sandra me acompañan al transfer de vuelta y me dicen hasta la próxima, todos hacemos como que podría haber una próxima, corriendo los gastos de mi cuenta. Por cierto, que en la estación del AVE hay un quiosco de La Exquisita, una pastelería de llorar a lágrima viva. Yo, ni confirmo ni desmiento. Lo que pasa en Las Dunas, se queda en Las Dunas. Y lo que pasa fuera, pertenece a mi vida privada.