Damos por sentado que una madre quiere a sus hijos. Hasta las arrepentidas acabamos por confesar que, a pesar de todo, los amamos con locura. Lo damos por hecho, el vínculo maternal es el mayor, más fuerte y poderoso sentimiento del ser humano. Nos convencieron de eso. Nos hicieron creer que tenemos ese superpoder, la capacidad de sentir ese amor absoluto e imbatible, contra el que es imposible competir. Es nuestra obligación querer a nuestros hijos más que a nadie. Ese es otro de los muchos tabúes que se esconden dentro de la caja de Pandora de la maternidad.

Lo adelanto ya: yo quiero a los míos más que a nadie en este mundo. No voy a mentir para hacerme la transgresora al escribir estas líneas. No hay nadie en el planeta por quien sienta un amor tan tremendo. Sin embargo, eso no me impide comprender que otras mujeres lo vivan de otra manera, que sean capaces dequerer más a otra persona que a su propia descendencia. Aceptamos que un hombre pueda amar más a su mujer que a sus hijos, pero a nosotras se nos niega esa posibilidad. Es imposible. Y si te ocurre, eres mala madre, desnaturalizada, egoísta.

Quiero a mis hijos más que a nadie, pero eso no fue así desde el primer día. Han tenido que pasar más de 10 años, les he tenido que cuidar, alimentar, conocer, disfrutar y sufrir durante más de una década para llegar a esta supernova del amor que siento ahora.

Claro que quise a mi hijo mayor cuando nació, pero ahí quería más a mi madre. Los motivos para tenerlo los expliqué aquí, por superviviencia, porque necesitaba urgente y terriblemente tener a alguien a quien querer más que a ella. Y acerté. Más de una década después, me parece imposible una vida en la que la prefiera a ellos. Aunque eso ya nunca lo sabré.

Durante estos años, he descubierto que este amor (tan absoluto, tan imbatible) se parece mucho al miedo; que en la maternidad esos dos sentimientos están íntimamente unidos. La escritora Hanya Yanagihara explica en su último libro Tan poca vida ese afluente terrorífico del vínculo maternal:

“Yo nunca he sido de esas personas que creen que el amor que se siente por un hijo es superior, más significativo, trascendente y grandioso que cualquier otro (...) Pero es cierto que es un amor singular, porque no se fundamenta en la atracción física, el placer o el intelecto, sino en el miedo. Nunca has experimentado miedo hasta que tienes un hijo, y tal vez eso es lo que nos induce a creer que es grandioso, porque el miedo lo es. El primer pensamiento que acude a la mente todos los días no es 'lo quiero', sino '¿cómo se encuentra?'. De la noche a la mañana, el mundo se reorganiza en una carrera de terrores”.

Yanagihara tiene razón. Es un temor, sobre todo uno, el que me reafirma que quiero más a hijos. Si pienso sólo en el amor, puedo tener momentos de dudas, quizá a veces quiero más a mi hermano, con el que viví toda mi infancia (y los sentimientos con los que creciste, los que albergaste en la niñez, tanto los buenos como los malos, te acompañan toda tu vida). O tal vez prefiero a mi marido, que a ese lo elegí yo. Por eso sé que la respuesta a la pregunta de si quiero a mis hijos más que a nadie no está sólo en el amor. La encuentro sobre todo en el miedo: si les pasara algo a ellos, el dolor sería infinitamente mayor e insoportable.

Me pregunto si preferirlos por encima de todo me hace peor esposa, peor hija, peor hermana, peor amiga. Porque lo cierto es que ninguno de ellos, ni siquiera su padre, mi marido, se acerca un poco a ese terrible amor que siento por ellos. Hay algo injusto en todo eso. Aunque al final siempre nos quedará un único consuelo: nadie sabe cómo se mesura el amor. Lo sentimos, lo intuimos, pero por muchas palabras que le pongamos, nunca podemos medirlo.

Ni siquiera las madres sabemos.