Mi abuela materna tuvo hijos porque le encantaban los bebés. Los parió muy seguidos, casi uno detrás de otro. Cuando el último nacido empezaba a perder las formas orondas de un lactante, ella buscaba pronto el siguiente embarazo en una suerte de bulimia por ese bebé infinito. Mi abuela tuvo así seis hijos vivos y varios muertos, hasta que su cuerpo destrozado dijo basta.

La madre de mi padre tuvo siete. Y nunca ha sabido por qué. Cuando le pido que me dé un motivo de su maternidad, una excusa, me dice que ella nunca se ha hecho esa pregunta, que nunca ha necesitado saberlo. Los tuvo y punto. No se planteaba la vida, porque se limitó a vivirla. O a sobrevivirla sin pensarla demasiado, sin ensimismarse en la clase de madre que tenía que ser. Ella fue madre porque no se le ocurrió que podía no serlo.

Si hay algo en común en mis dos abuelas, es el desenfado. Ellas pudieron vivir una maternidad desenfadada, sin corrección, sin la presión de esa perfección con la que hoy nos bombardean sin tregüa. Ser madre para ellas era una cosa más que había que hacer en la vida, nada extraordinario.

Ellas ni se lo plantearon, pero si pregunto a las jóvenes madres que tengo a mi alrededor, todas confiesan el diálogo interno que las acechó antes de tener a su primer hijo. Unas reconocen que lo tuvieron por miedo a la soledad; otras, por la presión social y familiar; por el ultimatum de su pareja; por aburrimiento; por terror a la muerte; por anhelar dejar tu huellaen este mundo superpoblado. Y los accidentes, claro. El amor, es curioso, apenassuele aparecer en la ecuación que da como resultado un embarazo.

Yo sé muy bien por qué tuve a mi hijo mayor. Lo conté aquí, por la necesidad egoísta de llenar ese hueco. Lo raro es que antes de eso, nunca quise ser madre, nunca imaginé mi vida atada a una descendencia. Por eso comprendo tan bien a las mujeres que no quieren serlo. Las entiendo y, a veces, hasta las envidio. Porque a mí la llamada de la maternidad me vino, literalmente, de un día para otro. Fue sólo una solución de urgencia a ladesesperación.

Luego mi niño puso patas arriba mi vida entera y sacudió mi matrimonio, que consiguió sobrevivir gracias a la perseverancia. Un bebé tiene la increíble capacidad de acaparar todo el amor para él solito, hasta dejar sin nada a la pareja. Nosotros tuvimos que hacer tremendos esfuerzos para recordar que sí, demonios, que aún nos seguíamos queriendo. Logramos sobrevivir a ese pequeño ser humano que consumía compulsivamente nuestras fuerzas, nuestra energía y nuestro amor.

Siempre supe por qué tuve a mi hijo mayor, pero nunca he logrado comprender del todo qué me llevó a buscar a mi pequeña. No habían pasado ni tres años, cuando quise repetir. Si yo nunca quise ser madre y entonces ya sabía lo que me esperaba, ¿cómo es posible que quisiera volver a pasar por aquello? Apenas había podido recuperarme, mi niño ya dormía y comía, mi matrimonio había echado callo, conseguimos reinventarnos como pareja... Y de repente, una noche, tuve por primera y única vez en mi vida ese pensamiento, claro y chillón: “Quiero tener un hijo”.

Esa es la diferencia radical. La primera vez "necesité" tenerlo. La segunda, "quise".

Aquella sensación fue tan poderosa que logró lo que no había conseguido mi marido durante ese último año en el que no paró de suplicármelo. Esa llamada, esa convicción de querer volver a procrear, me duró unas horas, apenas un rato irreversible del que salió mi niña.

Yo sé que no la tuve para su hermano, tampoco para su padre. Mi hija no vino para llenar ningún hueco, ni por presión social ni mucho menos familiar. No había ningún motivo especial para tenerla, ninguna excusa. La tuveporque la quise y punto. Y hoy sé que la traje sólo para mí.

Cosas que me hubiera gustado saber antes de ser madre

¿Se puede tener un hijo favorito?

Cosas que dirías a esa persona que perdiste

Yo también soy una madre arrepentida

Haz con tu lactancia lo que te dé la gana

Carta a una hija de una madre feminista