A nadie le importó que Dylan no fuera virgen. Pero el virgo de Brenda era otra historia, algo mucho más importante de guardar. El episodio de Sensación de Vivir en que ella se acuesta por fin con su novio rebelde adolescente sentó mal. Fatal. Tanto que hasta hubo anunciantes que amenazaron con retirarse de la serie. Como solución al “problema” de que el personaje interpretado por Shannen Doherty ya no fuera inmaculado, los guionistas rompieron rápido la pareja para que ya no pudieran volver a tener relaciones sexuales en ningún otro capítulo. Punto y a parte y nos olvidamos del himen de la hija de la familia Walsh.

Tampoco importó un carajo si Jordan Catalano era virgen o no. Pero el primer coito de Angela Chase en Es mi vida (My So Called Life) no sólo era trascendental, sino que tenía que ser perfecto, dulce, tierno. Imposible. El guapito de pocas luces que interpretaba Jared Leto tenía el deber de regalar a la adolescente intensita de Claire Danes una primera vez de ensueño.

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Salvo contados testimonios de hombres que guardan con fervor su virginidad hasta el matrimonio y la excepción de alguna leyenda urbana como la de la isla de Guam (donde algunos creen que está prohibido que las mujeres lleguen vírgenes al altar), todo indica que seguimos más o menos igual que a mediados de los 90. Los 60 y los 70 fueron de liberación sexual. Los 80, de rebeldía. En los 90 volvimos al puritanismo almibarado adolescente, esta vez disfrazado de cultura pop. Y de nuevo, la virgen tenía que ser ella. Nadie quería contar que una mujer también puede estrenarse sin más, sólo por sexo, por ganas, por curiosidad, por ansia.

A diario vemos en la televisión y en Internet niñas hipersexualizadas de las que se espera el celibato cuando ya pasan la adolescencia. Si vamos a las estadísticas, vemos que la edad media de iniciación en el sexo en España ronda los 16 años. Mientras los jóvenes consumen cada vez más pornografía gracias a la Red, la virginidad femenina sigue siendo a la vez mito y tabú para la conciencia colectiva occidental. Quizá todo se reduzca a la mera hipocresía, pero la diferencia continúa ahí.

Si vamos a la literatura, las estanterías están llenas de libros de escritores que han confesado sus penosas primeras experiencias sexuales. Paul Auster perdió la virginidad en un motel cochambroso. Cuando lo cuenta, dice, siempre tira del sentido del humor, quita hierro a ese momento patoso por el que todos hemos pasado, esa falta de experiencia que hace que el estreno sexual casi siempre sea decepcionante. Y sin embargo, el mensaje se divide entre la importancia de la castidad en la mujer y que su primera vez sea tan perfecta como imposible.

Entre mis amigas, una la perdió en la playa con un chico que apenas conocía; otra, en una azotea con su novio de entonces; y la otra, en un plegatín con su pareja, con quien lleva 20 años casada. Yo en una cama de 90, en un esfuerzo terrible por no caer al suelo en mi primera vez. La de ninguna fue de ensueño, sino más bien torpes, algo dolorosas y con el nivel de angustia bastante elevado. Una de nosotras hasta soltó a su amante bisoño: "Por ese agujero no es". Y todo en orden. Las cuatro nos hemos convertido en mujeres adultas y con una sexualidad satisfactoria, que nada tiene que ver con aquella.

El estreno sexual fue eso, un estreno. Lo mejor es todo lo que vino después, el descubrimiento, la experiencia y la curiosidad. El ansia y la inquietud. Y aunque las expectativas no sean las mismas, aunque en occidente no consigamos romper el mito de la virginidad femenina, las ganas y la torpeza son las mismas en hombres y mujeres. Dejemos de esperar un sueño y empecemos a disfrutar de la torpe realidad desde el primer momento, con protección y seguridad.