Laura sabe que la han violado. Apenas lo recuerda, pero entre esa nebulosa que esconde la verdad de su noche con Andrew, intuye que él la ha forzado sexualmente en su propia cama. Apenas se conocían, habían cenado y bebido varias copas de vino. Ella le dejó entrar en su casa con la excusa de llamar a un taxi y el siguiente recuerdo nítido es la mañana siguiente. Dolorida y confusa, entiende que Andrew, un cirujano ejemplar, la acaba de violar. Ese es el punto de partida de la serie Liar (HBO), lo que viene después, la lucha y la denuncia de ella, es el ejemplo de cómo la credibilidad de una mujer es humo en esta sociedad.

Esta serie propone un ejercicio interesante para el espectador, pero sólo sirve si se afronta desde la absoluta sinceridad. A medida que avanza la trama, entendemos que creer a alguien es a menudo un acto de fe y que para desacreditar a una mujer hace falta muy poco. Cualquier excusa vale para sembrar la duda en la versión de Laura, una duda imperdonable por su condición de mujer.

El espectador debe preguntarse cuántas veces piensa que ella miente, frente a las que cree que lo hace él. Pero sobre todo, ¿por qué? ¿por qué le justificamos a él? Y si ella dijera la verdad, ¿cómo queremos que reaccione después de una violación para poder creerla? ¿qué nos tiene que pasar a las mujeres para que nos crean?

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Joanne Froggatt y Ioan Gruffudd son Laura y Andrew en Liar. | HBO

Si Laura bebe, toma pastillas y su historial está marcado, el espectador (la sociedad) tiende, no sólo a no creerla, sino a culpabilizarla de todo lo malo que le pase. Por más que ella denuncie, llore, grite y se desespere, Andrew (Ioan Gruffudd) parte con la ventaja de ser un hombre.

A las mujeres nos ocurre como a la Laura de Liar, estamos siempre en entredicho, nuestra credibilidad es frágil y nunca se da por sentada. A algunas las creen sólo cuando ya es demasiado tarde, cuando las matan o las desfiguran tras una violación. A otras, ni eso. Como está pasando con el conocido como juicio a La Manada, contra cinco acusados de violar de una joven de 18 años en la madrugada del 7 de julio de 2016, en los San Fermines de Pamplona. El juez ha admitido como prueba el informe elaborado por un despacho de detectives (pagado por uno de los acusados), en el que se detalla la vida que llevó la víctima en los días y meses posteriores al juicio. Resumiendo: La espiaron para encontrar algo que demuestre que "ella se lo buscó". Y para eso cualquier cosa sirve: beber una copa, vestir escotada o sonreír demasiado por la calle.

Para el magistrado, lo que ella hiciera después de ser agredida es importante, sin embargo ese mismo juez eliminó de la causa todos los mensajes que los hombres acusados compartían en su grupo de Whasaap (llamado La Manada) con fecha anterior a la violación. Sólo admitió los enviados durante el día de la agresión. Desde las asociaciones feministas ya denuncian una "segunda victimización" de la joven, que sería víctima por partida doble: de violación y del sistema judicial, que la trata como acusada.

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Lo que ocurre en el juicio de La Manada tampoco es excepcional, lo habitual es que las mujeres víctimas de violaciones y agresiones sexuales tengan que hacer un esfuerzo hercúleo para que las crean, en una lucha desquiciadamente desigual en la que los agresores se pueden convertir en las auténticas víctimas para la sociedad por el simple hecho de que ella llevara la falda demasiado corta o actualizara su perfil de Instagram el día después de ser violada. A nosotras nos pasa como a la mujer del César: no basta con serlo (víctima), debes parecerlo.

Pero, ¿cómo demonios se supone que tiene que actuar una mujer después de que la hayan violado? ¿cómo se supone que debe seguir con su vida una víctima para que la sociedad y los jueces se crean la agresión? La respuesta es imposible. Las mujeres cargamos con el peso de la desconfianza y de la culpa, tanto si denunciamos como si no. Y encima tenemos que adivinar lo que se supone que esperan de nosotras, cuando la verdad es que no hay forma de lamer nuestras heridas que les convenza.

Por eso hemos aprendido que no podemos ir solas. Ellos sí, ya lo hemos dicho, a ellos se les cree por defecto, hasta convertirlos en víctimas cuando son agresores. Para que nos crean, nosotras tenemos que ir todas juntas, denunciar al alimón. Por eso es tan importante el caso de Harvey Weinstein, porque por primera vez las denuncias de agresiones sexuales en Hollywood se han hecho de forma masiva y no quedan en agua de borrajas. El empoderamiento de las víctimas ha creado ese efecto dominó imparable, tan grande como para que a partir de ahora (ojalá) los hombres de la industria se acoquinen antes de intentar abusar de una mujer. Es cierto que han salido nombres masculinos, como el joven que denunció a Kevin Spacey, pero el grueso de las denuncias es esencialmente femenino, porque las que sufren vejaciones a diario somos nosotras, aunque aún hay quien niega la mayor.

Nadie creyó a las primeras víctimas que denunciaron públicamente que Weinstein era un depredador. Nadie confió en su palabra porque, igual que la joven violada en los San Fermines, iban solas. Desequilibradas, oportunistas, despechadas. Sólo unidas han conseguido credibilidad. Y para algunos, ni así. La necesidad de defender al hombre impera sin límites en nuestra sociedad. No quieren creer que, por más víctimas que se atrevan a denunciar, siempre habrá muchísimas más que permanecen en silencio. Les molesta ese efecto dominó, porque las mujeres estamos más guapas calladas. Y lo que no se habla, no existe.

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