Cuando Alejandra estudiaba primero o segundo de publicidad en alguna universidad pública de Madrid ya llevábamos tiempo escuchando las mil y una historias de los jóvenes españoles que empezaban a sufrir en sus carnes la explotación laboral. Llamemos a las cosas por su nombre.

Un grado superior que, junto con el máster y los dos idiomas de rigor financiados por sus padres, le debían asegurar un futuro de comodidades irrenunciables para una millennial de clase media acomodada (si es que aún existe tal concepto). Y aunque la crisis económica ya había arrasado para entonces con todo lo que encontraba a su paso -derechos laborales incluidos- las historias de precariedad y horrores varios que le llegaban de conocidos licenciados unos años antes le sonaban a cantinela. Música hardcore como hilo musical que, aunque perturbadora, no conseguía enturbiar los sueños fabricados durante años de bonanza.

Aunque desde 2012 se había esforzado por subir sus mejores fotos a Instagram, lo cierto es que no había terminado de alcanzar el sueño de su generación: monetizar en redes sociales. Y cuando en su tercer año de carrera una agencia de comunicación madrileña le ofreció una jornada-completa-no-remunerada-bajo-contrato-de-prácticas-en convenio-con-la-universidad (los guiones ayudan a enfatizar el descaro), la cantinela conformista y la emoción de juventud consiguieron que lo viera como toda una oportunidad. ¡Aceptamos barco!

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Mientras tanto, los gobiernos seguían adelante con las dos reformas laborales, los empresarios y las instituciones internacionales llamaban a apretar aún más el cinturón y los sindicatos… ¿Sindicatos; qué es eso? Debía de pensar Alejandra y la mitad de su generación. En los medios digitales que sigue en Facebook se censuraba la última campaña de alta costura o el vídeo de uno que sí monetizaba en Youtube pero de reforma laboral, ni palabra.

Así pasó los primeros seis meses: trabajando hasta 12 horas diarias, sin recibir ni para el abono mensual y asumiendo responsabilidades propias de una ejecutiva de cuentas a la que en 2003 esa misma empresa asalariaba con 1.600 euros. Dando las gracias cada día por haber accedido al mercado laboral. Pensando que era algo temporal fruto de la crisis y su propia inexperiencia. A caballo entre la ilusión del primer empleo y la frustración porque la música hardcore empezase a pitarle en los oídos.

Pasado ese tiempo y viendo que papá no podía seguir haciendo frente a su alquiler en Madrid, la elevada matrícula de la universidad, el viaje a Ibiza y las copas en Gabana, se armó de valor y habló con su sonriente jefe. Horas después celebraba su primer sueldo: 300 euros mensuales, una cuenta más a su cargo y un “Alejandra, te estamos promocionando pero tienes que apretar”. Al llegar a casa después de unas cervezas no sabía si reír o llorar. Pero su mejor amiga le dijo por Whatsapp: “tía, al menos tienes trabajo. Es lo que hay”. Hizo como que se lo creía, chequeó Instagram y se fue a dormir porque al día siguiente había que madrugar.

Mientras tanto se había sacado el advance, aprobado un post-grado en marketing digital y llevaba con soltura y sin supervisión las cuentas de tres clientes medianos. Como había cumplido el año, ocurrió el milagro con el que soñaban todas sus amigas. Un falso contrato de formación ampliado gracias a un dudoso convenio universitario, a razón de 800 euros mensuales y por el que la administración pública bonificaba a la empresa hasta hacer gratuitos los gastos de contratación. Pero Alejandra lo había conseguido: se sentía incluida por primera vez en el mercado laboral. Su primer contrato, contrato. Ya era una trabajadora de ¿pleno derecho? Bueno, whatever.

La ilusión duró solo hasta que se vio con todas las responsabilidades propias de la madurez pero con un salario mensual que la obligaba a seguir dependiendo de la financiación familiar como una adolescente. Había entregado ya su trabajo de fin de carrera y las precariedades de la época estudiantil dejaban de tomarse a broma. Lo peor no era su situación actual -recién graduada y con un trabajo de lo suyo seguía considerándose una privilegiada- sino que las chicas de 30 y pico que trabajaban mesa con mesa en su oficina apenas cobraban 300 euros más que ella.

Después de año y medio enviando currículos por todas las vías que se le han presentado, hace unas semanas Alejandra se cambió de agencia. En estos meses, se le ha pasado por la cabeza casi de todo: cambiar de profesión, tratar de pagarse otro máster pidiendo un crédito, utilizar otros filtros en Instagram -ya casi tiene 10K- o hasta largarse a Londres en busca del valle encantado. Esta última la descartó porque la mayoría de sus colegas que viven allí están trabajando de dependientes. Así que acaba de aceptar un contrato por obra y servicio que ronda los 1.000 euros en una agencia más grande donde no valoran su trabajo pero al menos se va a casa a las siete de la tarde.

Está pensando en irse a vivir sola pero con todo esto de Airbnb los pisos en Madrid están por las nubes. Algunas noches toma melatonina para poder dormir. Lo ha dejado con el novio. Y ni se le pasa por la imaginación como la ecuación trabajo-amor-familia puede llegar a dar resultado. El otro día escuchó a Fátima Báñez decir que había que subir los sueldos y se echó a reír porque los españoles nunca perdemos el humor. Entró en cólera cuando leyó el artículo aquel de los millennials. No le interesa la política. Y aún guarda la esperanza de que la cosa mejorará. Piensa que algún buen amigo la enchufará en un trabajo de verdad. O que, finalmente, sus cuidadas stories de Instagram terminarán por dar sus frutos.