Han pasado 10 años ya, mamá, y todavía no me acostumbro. No me hago a no tenerte, a no volver a verte. La vida va pasando sin ti y aún me parece mentira. Cómo es posible que no me rompa tu ausencia. Cómo es posible que todo siga sin ti y a ratos hasta sea feliz. Cómo es posible que ya no duelas, aunque cada día me acuerde de ti ¡Cómo es posible!

Tu muerte llegó temprano, sólo tenías 50 años y, por más que la enfermedad se emperraba en preparar lo inevitable, a mis 27, me pilló por sorpresa. Durante meses, fuiste desapareciendo poco a poco delante de mis narices, pero yo no lo quería ver. No te dejé hablar de tus miedos ni de la muerte, porque estaba terriblemente convencida de que te tendría por lo menos 10 años más. Tú te consumías a mi lado, pero no lo veía. Perdóname, mamá.

Perdona mis intentos por convencerte de que, a pesar de todo, de la metástasis y de los médicos, te recuperarías. Perdona mi insistencia, porque yo lo sabía. Sabía que de esa te morirías, que era incurable, pero me agarraba con tanta fuerza a la parte buena de la estadística, a esos números que decían que el 50% seguíais vivas cinco años después, que no supe ver el momento de la despedida. Nos dijimos adiós, porque tú sí lo sabías. Y a pesar de todo, mamá, no me lo esperaba cuando te llegó la muerte. Todavía estoy esperando a que despiertes en esa noche de diciembre.

Desapareciste, aunque aún me parezca mentira, pero tranquila. Es casi un milagro, pero créeme, todos estamos bien. Todos, hasta tu hijo pequeño, tu mayor preocupación, aquel chaval al que tu cáncer enquistó la adolescencia. Si lo vieras ahora, mamá, tampoco tú te lo creerías. Si vieras cómo le liberó tu muerte, cómo tras perderte sufrió un rato más para después empezar por fin a comerse la vida. Así que tranquila, mamá, tus miedos no se quedaron aquí. Se fueron contigo.

Te perdiste lo que más te apetecía vivir. Tú ya me lo decías, con mi bebé en tus brazos, tu único nieto entonces. Vosotros estaréis aquí, pero yo me lo voy a perder todo. Y te lo has perdido todo, te lo estás perdiendo todo. Te perdiste verlo a él, que vino al mundo más por mí que por ti, crecer y vivir ajeno a tu recuerdo. Te perdiste a tu nieta nacer. Te pierdes sus vidas, que tanto te apetecían, mamá, cómo es posible, demonios, que sepa hacerlo sin ti.

Todo eso hago sin ti. Y a veces, muy pocas, cuando dejo a mi mente mortificarse un rato (no te preocupes, que eso apenas ocurre, ya sabes que soy muy poco sentimental y que tiendo de natural hacia la felicidad), me doy cuenta de la parte buena que vino con tu enfermedad y tu muerte. Es terrible pensarlo, mucho peor decirlo, pero así es. El final de tu vida marcó la mía de una forma tan radical que, si no hubieras enfermado, nada sería igual. Tengo la certeza, mamá, de que no tendría todo lo que hoy es importante para mí. Contigo yo habría vivido otra vida, cuando soy incapaz de renunciar a esta, la mía. Es terrible, mamá, suena tétrico y desalmado y hasta me da vergüenza decirlo. Pero no te enfades, no te molestes conmigo, porque hasta que no me di cuenta de eso, no logré reconciliarme con tu ausencia.

Eres mi mayor pérdida, mi única herida, y aún puedo sentir ese amor exagerado y profundo, que no se va, que no se achica. Pero soy razonablemente feliz sin ti, con ellos. Quizá nunca más vuelva aquella felicidad narcótica y completa de cuando te tenía conmigo, de cuando te creía invencible. Pero me da igual, me basta con esta que tengo, con no perdérmelos a ellos mientras cada día te echo de menos.

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