Hace tiempo que me reconcilie con ese miedo, el terror a enfermar yo también. Hace 11 años que mi madre murió de cáncer de mama, a los 50 años. Yo tenía 27 y un bebé de seis meses pegado a mí, en aquel momento apenas fui consciente de lo mucho que marcaría mi vida la enfermedad y la muerte de mi madre. Lo digo sin dolor, porque su ausencia hace mucho que dejó de doler, aunque cada día me acuerde de ella.
El miedo sigue ahí, esa certeza irracional de que también me puede pasar a mí. Lo he dicho en voz alta tantas veces que ya nadie me toma en serio, ni siquiera yo. Pero ese temor no se va, por más optimistas que sean los datos, que lo son: la supervivencia es casi del 85%, un 20% más alta que hace tres décadas; casi el 90% de las pacientes siguen curadas cinco años después del diagnóstico y del tratamiento del tumor, según datos de la Sociedad Española de Oncología Médica (SEOM).
Decidí acabar con mi miedo de la mejor manera posible: conociendo a supervivientes. Cada par de años, recurro a ellas. Hablo con ellas, necesito que me cuenten, que me recuerden que, aunque el cáncer de mama es el tumor más frecuente entre las mujeres, la gran mayoría (¡el 85%!) logra curarse y vivir.
Vuelvo a ellas cada tanto, pero también a sus hijas, con las que comparto ese temor irracional a la edad en la que mi madre tuvo su primer diagnóstico. El miedo a cumplir los 50 años en los que ella murió. Esa barrera mental está ahí, controlada pero latente. Con esas mujeres aprendo que a veces lo mejor es asumir el miedo, cuando es inevitable, reconciliarse con él. Aceptarlo y vivir.
Vuelvo a ellas de tanto en tanto, decía, para comprobar el poder curativo de la palabra. Sin pertenecer a ninguna asociación, he entendido la importancia del asociacionismo. Una psicóloga me decía el otro día que las asociaciones de mujeres con cáncer de mama son la mejor terapia, porque hablar no te cura del cáncer, pero sí aplaca el terror. La labor de esas mujeres va más allá de la medicina, se trata de consuelo, de compartir, de informarse, de entender que no estás sola y que las únicas capaces de comprenderte son las que han pasado por lo mismo que tú.
A veces el miedo salva. El mío hace que no me salte ni una revisión ginecológica, voy tranquila, sin temblor, pero soy una perezosa que pisa poco un hospital, sólo cuando no hay más remedio. Lo mío es una pereza que sólo combate el miedo. Sé que la detección precoz es fundamental para poder sobrevivir al cáncer de mama, por eso no me salto ni una y toco mi pecho a menudo, porque aprendí a conocerlo, a reconocer si alguna vez hay algo que no debería estar ahí. Por eso conviene saber también estos datos: cada año se diagnostican en España 27.000 nuevos casos de cáncer de mama, una enfermedad que en la actualidad padecen 100.000 mujeres españolas. La incidencia va en aumento: para 2025 se espera que se diagnostiquen cerca de 30.000 casos anuales, un 12,3 % más que en la actualidad, según datos de la Asociación Española Contra el Cáncer. Por todos esos motivos no me salto una revisión, porque gracias a la detección precoz el 85% sobrevive.
Cada año me acuerdo de ellas, de las supervivientes y de las que no. De cómo cambió el cuerpo de mi madre, y también su mente. Cómo se trasformó, poco a poco, hasta ser otra versión de sí misma. Ni peor ni mejor, sólo se convirtió en una mujer distinta. La enfermedad cambia hasta a la persona más firme y cabal, todos encontramos en ella nuestras propias contradicciones.
En el cáncer se llora, y de qué manera, pero también se ríe. Con el tiempo aprendes a desarrollar un sentido del humor negro como el carbón de azúcar. Mi madre se burlaba de su brazo tonto, de su peluca y bromeaba hinchada por la medicación: "Un día echaré a volar como un globo aerostático y no me pillaréis jamás". Y eso hizo, desaparecer demasiado rápido, casi volando; mientras yo desde aquí la recuerdo a diario.