“Soy la revolución”. Lo dijo Anna Nicole Smith en una entrevista de 1994 a la revista New York, en plena bomba de su apogeo en la mansión Playboy. La misma Anna Nicole Smith, que es a la cultura popular lo que la bomba atómica de Hiroshima fue a la política internacional. Todos se aprovecharon de ella.

Aquella fría mañana del 8 de febrero de 2007 el mundo estaba a punto de cambiar para siempre. Las reglas del juego, de una efervescente industria del entretenimiento, a punto de entrar en crisis. Paris Hilton y Lindsay Lohan entraban y salían de la cárcel, Anna Nicole ahogaba sus penas entre kilos de recetas con prospecto médico y Britney repartía paragüazos a los flashes de las cámaras con un extremo corte de pelo, mientras su biográfico Piece of me retumbaba a todas horas. “Soy el sueño americano desde que tengo 17 y tú sólo quieres un trozo de mí”, se escuchaba de fondo en la radio. Era el éxito del momento, pero lo podía haber sido de cualquiera.

Vickie Lynn Hogan hacía tiempo que había huido de su pequeño pueblo en Texas para ser una estrella de la mansión Playboy. Y sus trabajos como sustituta de Claudia Schiffer en Guess, y como imagen de la sueca H&M, resplandecían como una sombra a lo lejos. Su alter ego respondía al grito de Anna Nicole Smith y de su exploit marketiniano, de la rubia ingenua de Marilyn Monroe, sólo quedaban cenizas.

Ahora Anna Nicole ya no era aquella rubia platino de ciudad, con vientre plano y alimentación libre de excesos y alitas de pollo crujiente del Kentucky Fried Chicken más cercano. Anna Nicole era una estadounidense más, tal y como el destino una vez le tenía preparado. Ya ni se acordaba de aquella vez en la que aparecía en los Video Music Awards de MTV con las tetas al aire, y el logo de la cadena tatuado con rotulador en cada uno de sus pezones. Tampoco de cuando congeló el semen de su ya difunto marido por si le apetecía quedarse embarazada después de la muerte de éste.

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’White Trash Nation’, portada de la revista New York.

Aquel icono de la irreverencia, la poca vergüenza y, en definitiva, de todos los que viven por encima de sus posibilidades, ya no existía. Para colmo, su hijo Daniel Wayne acababa de morir de sobredosis dos días después de que su hija Dannielynn dijera "hola" al mundo.

Anna Nicole era una mujer analfabeta y el único abecedario que conocía era el de las iniciales de los menús de McDonald’s, pero eso no impidió que un buen día cogiera las maletas y huyera de una anodina vida de pueblo. Ella sabía que podía aspirar a tocar el cielo. Así que lo primero que se le ocurrió fue ser stripper y casarse con un anciano millonario. Claro homenaje a la inocente Mariel Hemingway de Star 80, esa obra de arte infravalorada de la década del neón, cuando llega a la mansión de Playboy desde su puesto de camarera provinciana.

Anna Nicole había descubierto rápido que la fama siempre tiene un precio. Así que cuando en agosto de 1994, la revista New York, la misma en la que había gritado que era la revolución personificada, la puso en portada con la boca llena de Cheetos y un titular demonizante como ‘White Trash Nation’ (‘Nación de basura blanca’), sus abogados interpondrían una demanda de cinco millones de dólares. La cual no iría a parar a ningún sitio aunque esa maravillosa fotografía, que se supone fue tomada para uso personal, le valiera su carrera como modelo.

Sobre su vida se han hecho musicales, películas infames no autorizadas, vídeos pornográficos paródicos, rellenado cientos de exageraciones en revistas del corazón y vendido páginas de diarios por más de 500.000 dólares a través de eBay. “Odio que los hombres quieran mantener relaciones sexuales todo el rato. Odio el sexo”, contaba en una de ellas. Se vendió por 285.000 dólares.

Durante sus últimos años Anna Nicole Smith había regalado al mundo su propia autoparodia en un reality show, que bien debería regentar el olimpo del cielo de la televisión, The Anna Nicole Show. Un escaparate de su ya exceso de peso, adicciones y amor a la cultura queer. En otras palabras: un tesoro. Lo que también traía consigo la cara B de este tipo de menesteres, pasando a ser así una de las primeras grandes víctimas de la telerrealidad. Anna Nicole, la misma Anna Nicole que había sido una fábula pop, ahora sólo era un motivo de burla.

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Una fábula pop que el mundo aceptó como tal. En la primera media hora de su película para Playboy, Video Centerfold, rompe la cuarta pared para contarle a un excitado espectador cómo es su vida en su pueblo de Texas y que nunca había sido muy popular, pero que ahora tenía curvas. Lo cuenta a la vez que se baña relajadamente entre burbujas, se revuelca encima de sábanas rosas de satén o saca la lengua mientras engulle pastel de cereza en un bar de carretera, y habla con la boca llena. La pequeña Vickie Lynn Hogan se había convertido en una estrella por hacer de sí misma y el incombustible sueño americano celebraba un nuevo capítulo.

“Siempre saludaba al pasar”, cuenta un vecino, segundos antes de que un sorprendente giro de guión, en una película no permitida a menores de 18 años, centrara la acción en una cama giratoria. Anna Nicole Smith estaba inventando el documental.

Pero como toda fantasía, todo era mentira. Así que Anna Nicole se despertó y le envió una carta a su madre, con la que llevaba años sin hablar: “No soy muy feliz, nunca lo he sido. Me siento muy sola. Ahora sé cómo te has sentido con los hombres”.

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Anna Nicole Smith había creado una escuela tan irreverente como inmortal. Por eso, cuando en la infravalorada Los sexoadictos, John Waters puso a Selma Blair a recoger botellas con su vagina, y a llamar a sus propios implantes de pecho ‘Ursula Udders’ (algo así como Úrsula Ubres) –en homenaje a otro icono de la exuberancia, Ursula Andress–, su único consejo para que se metiera en el papel fue: “Compórtate como si el espíritu de Anna Nicole Smith te poseyera”. Y así lo hizo.

Anna Nicole se ahogaba en su propio vómito en su habitación del Hotel Casino Hard Rock Café de Fort Lauderdale, a las afueras de Miami, después de excederse en dosis de fármacos con receta médica. En su haber, y según la mediática rueda de prensa del forense del caso, Joshua Perper: metadona, Dilaudid, Vicodin, Topamax, Xanax, Ambien, Klonopil, Demerol, Lasix y Valium. Una colección de antidepresivos y pastillas para adelgazar. Todo junto. Así era Anna Nicole, o todo o nada. Por lo que se iría de la misma forma como había vivido: a lo grande. Tenía 39 años y una fortuna de 250 millones de dólares que, tras juicios interminables, iría a parar al bolsillo de su hija recién nacida.

Aquella noche, en ese casino del Hard Rock Café, alguien ganaba el bote más alto del año. A absolutamente nadie le importó. El sueño americano había entrado en crisis. “Valió la pena”, dijo una vez a Entertainment Tonight. Valió. Anna Nicole Smith, ese icono contemporáneo.