En España nos libramos... por ahora. Sin embargo, la amenaza de las damas de honor siempre está ahí, latente, amenazando con cruzar el océano para instalarse también en nuestras bodas cañís. Basta con ver alguna película de Hollywood (¡Y de Reino Unido!) para darse cuenta de su raigambre: nadie discute que el séquito de la novia vaya todo vestido igual. Pero, ¿de dónde sale esa tradición?¿Desde cuándo ocurre este fenómeno de las damiselas fotocopiadas?

De la infinita lista de parafernalias que arrastra una boda, algunas se han quedado (afortunadamente) pasadas de moda (¡Repartir trozos de la corbata del novio a cambio de efectivo!), otras las hemos adquirido por mimetismo con las Redes Sociales (bodas pluscuamperfectas que parecen sacadas de Instagram) y otras perviven vívidamente entre nosotros como la mayor y más longeva de las tradiciones. El caso de las damas de honor clónicas pertenece a este último grupo. Y, sorpresa, no es un producto inventado por ninguna multinacional norteamericana para vender vestidos palabra de honor color malva.

Para encontrar el origen de esta costumbre a la que por ahora en España permanecemos impermeables, hay que remontarse hasta la Antigua Roma, momento aproximado en que se celebró por primera vez una ceremonia nupcial como tal. Según este artículo, la novia vestía de forma más discreta que sus damas de honor, que se arreglaban con todo glamour para que la protagonista del día esquivara a los malos augurios y éstos se fijaran en ellas.

El papel de esas mujeres era hacer de señuelos: al ir ellas tan deslumbrantes, evitarían que los malos espíritus la tomaran con la nueva pareja.Y ya de paso alejarían de la novia a los hombres que antes habían intentado cortejarla en vano. En resumen: las damas de honor ahuyentaban a los espíritus dañinos, pero también a los pretendientes despechados. De esta forma, ese grupo de mujeres aseguraba al matrimonio un inicio feliz de la vida conyugal.

La superstición, ese temor a la maldición en el día de la boda, terminó en la época victoriana, cuando las novias comenzaron a vestirse más sofisticadas que sus damas de honor. Sin embargo, no lograron superar la costumbre de que todas tuvieran que ir igual. Y de ahí, al palabra de honor y el omnipresente malva.

Los vestidos de esas mujeres son sólo uno de los infinitos misterios que rodean a las tradiciones nupciales. Si nos fijamos en las alianzas, por ejemplo, debemos saber que ya los egipcios las intercambiaban como símbolo de compromiso entre dos personas. De hecho, en la Edad Media se creía que había una vena que unía directamente el dedo anular de la mano izquierda y el corazón, de ahí que se pusiera de moda llevarlas en esa falange.

Fue también en el Medievo cuando se adquirió la costumbre de que el novio regalara a su futura esposa un anillo de compromiso. La moda de que esta joya fuera un diamante llegó un poco más tarde, según se explica en este otro artículo, el primero con un brillante se entregó en 1477, cuando el archiduque Maximiliano de Austria propuso a María de Borgoña.

En cuanto al vestido de novia, la costumbre de que fueran blancos empezó con la reina Victoria de Inglaterra, que llevó uno de ese color cuando se casó con Alberto de Saxe-Coburg, en 1840.

La luna de miel proviene de una tradición nórdica, en la que los recién casados se ocultan durante un mes y beben una copa de hidromiel todos los días. Antes de eso, la novia se habrá sentado a la izquierda del novio en el altar, porque en la antigüedad se tenía la creencia de que el hombre debía dejar su mano derecha libre para poder luchar contra los otros pretendientes.