Me invade la angustia. Es terriblemente delicado para mí bromear sobre aquellos elementos que me incomodan de la moda femenina. ¿Por qué? Porque soy feminista. Llamadme exagerado, pero hacer chistes sobre ese tipo de pantaloncitos cortos que gangrenan nalgas o sobre esos maquillajes que tienen el grosor de una tarta nupcial es adentrarse en terreno resbaladizo. Estoy hablando de corretear por una pista de patinaje sobre hielo fregada con aceite de oliva. Y es resbaladizo porque los gustos estéticos de los hombres pueden forjar estereotipos y perpetuar roles de género. Aunque también es cierto que creo en la total libertad de expresión en la comedia y, además, adoro provocar. Pero, por otra parte, me gusta provocar a la gente que tiene un sistema de valores similar al mío. Hacer malabares en el filo de los tan manidos límites del humor es divertido si mis lectores dicen "qué burrada" y no "es gracioso porque es verdad". Por eso es tan complicado hacer bromas irreverentes sobre la independencia de Cataluña, porque es harto probable que Fernández Díaz se ría a carcajadas dándote codacitos en el hombro. Lo que quiero decir es que si con mi refexión se ríe Cremades, entonces habré fracasado como cómico y como persona. ¿Se entiende ahora mi angustia? ¿Qué hago? ¿Cómo sobrevivo a este artículo?

Pongamos que viviésemos en una sociedad feminista, es decir, completamente igualitaria. Un mundo ideal en el que una mujer pudiese salir de fiesta en pelotas sin que se considerase una invitación a la violación, o en el que los hombres pidiesen la reducción de jornada para conciliar sin recibir por ello una medalla… Una utopía en la que las preferencias masculinas no sometiesen de ninguna manera a la mujer. ¿Qué me espantaría entonces de la moda femenina? En ese caso, podría decir que me espanta el matojo, el felpudo usado, el arbusto abandonado. Sí. Me refero a llevar el peinado de Amy Winehouse ahí abajo, entre las piernas. Hablo de esa mata de pelo donde se podría ocultar un revólver. Podría pasarme párrafos y párrafos elaborando metáforas maleducadas sobre lo que viene a ser un vello púbico densamente poblado. Debo confesar que me aterra. Pero no por una cuestión estética, de hecho, vuelve a estar ferozmente de moda. Y he de admitir que el pelo en el coño es vintagemente hermoso. Pero me espanta por una sencilla cuestión de praxis sexual, concretamente de praxis oral. Llamadme pijo, pero no me gusta pedir tiempo muerto cada vez que tengo que pescar un pelo que se escabulle por mi boca como un pececillo caribeño. Seamos honestos: el matojo en el sexo oral es como comer pipas sin pelarlas…

Estaba a punto de citar la revolución sexual como batalla ganada por la humanidad para defender la depilación genital, pero me he dado cuenta de que he dicho que no me gusta sacarme pelos de la boca cada vez que como un coño. Es decir, quiero que las mujeres se depilen por mi propia comodidad. MACHISMO. Vale, ¿pero y si dijese que a la inversa también debería ser una obligación? Si me gustasen los hombres y su cimbrel estuviese oculto en un arbusto, también diría que me espanta el matojo en el hombre. Los hombres deberíamos depilarnos por solidaridad feminista. Digo más, el sexo oral debería ser la bisagra de la igualdad… ¡Hagamos que la depilación púbica sea la Suiza de la lucha contra el machismo!

Lo sé. Me merezco un escrache dirigido por Isa Calderón. Lo cierto es que no estamos en esa sociedad utópica, con lo cual la mera refexión sobre el matojo femenino ya me convierte en un machista recalcitrante. Quiero llorar. Retiro lo dicho. En realidad, las mujeres solo me espantan cuando son racistas. O de derechas. Clasistas. Homófobas. Todo eso me tira mucho para atrás. O asesinas. Esas me dan mucho miedo. O las que devoran bebés recién nacidos. Me aterran. Pero, sobre todo, me dan pánico las mujeres que se convierten en ratas gigantes y se alimentan de pelirrojos. Esas sí que me espantan. Lleven matojo o no.