El pintor irlandés Francis Bacon (Dublín, 1909, 1992) juró durante toda su vida que era alérgico a dibujar bocetos de sus cuadros. Solía decir que prefería "atacar los cuadros directamente". Pero el 25 de abril del año en que murió, tres días antes de viajar a Madrid en busca de su amante español para encontrar allí su lecho de muerte, entregó a su amigo Barry Joule un libreto repleto de dibujos que habían servido como base a sus cuadros más epatantes. El croquis de un campo de rugby, apuntes de Las Meninas de Velázquez o sus celebérrimos retratos papales sirvieron para delinear los espacios y las proporciones de los lugares que Bacon pintó para hospedar sus cuadros turbados, sus análisis de la soledad y la compleja psicología humana que con maestría plasmó en sus lienzos. Una más las tantas leyendas urbanas que Bacon consiguió erigir en torno sí en vida pero aún más después de su muerte en Madrid, donde solía viajar para perderse por horas entre las tablas del Museo del Prado y donde en marzo del año pasado, cinco de sus obras valoradas en 30 millones de euros fueron robadas en el domicilio de su heredero. Aumentando el grueso de su enigma, el museo Tate de Liverpool le dedica la exposición Invisible Rooms hasta el próximo 18 de septiembre, haciendo que el viaje a la ciudad británica valga la pena más allá de la fiebre beatleniana o los nostálgicos del Titanic.

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’Retrato de Francis Bacon’, 1962. © John Deakin, cortesía de Tate Liverpool.

Asmático y con problemas de ansiedad, Bacon encontró poca motivación en el colegio tras su mudanza preadolescente de Dublín a Londres en 1909. El impacto de un traslado inesperado por las lides de la I Guerra Mundial y una querencia nula hacia la institución escolar hizo que sus padres decidieran contratar a un tutor particular, con quien estudió hasta los 16 años. Es en 1925, ese mismo año, cuando emancipa su libertad hacia Londres, Berlín y París encontrando en Pablo Picasso una vital influencia. "No creo que los grandes artistas intenten expresarse", escribía tras descubrirle. "Intentar palpar y atrapar el hecho, porque a fin de cuentas están obsesionados con la vida y con ciertas cosas que necesitan inmortalizar. Y por ello han intentado encontrar sistemas capaces de construir jaulas donde esos objetos puedan encontrar cobijo". Esa continua obsesión con el espacio encuentra réplica en una muestra que recepciona el tríptico Tres estudios para figuras como base a crucifixión, pintado en 1944. "En esta obra se dibujan las líneas de una habitación rojiza sin ventanas con eje central, creando el efecto de una plataforma o trípode sobre el que se sostiene la figura informe", concede la comisaria Kasia Redzisz, responsable de la muestra. "Hemos intentado darle un punto de vista específico al inabarcable arte de Bacon estudiando cómo creaba los espacios que encuadraban sus pinturas. Eso le daba una profundidad mucho mayor a todas sus figuras, pero no eran lugares o sitios concretos, eran representaciones abstractas de una habitación o un contexto que dejaban interpretación al espectador". Viniendo del irlandés, normalmente respondían a un pedestal, un trípode con impacto de tótem ritual o el crufijico de un estudio que pintó en 1933, donde se intuye el alma blanca del cuerpo humano a través de esbozos de carne y huesos.

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’Crucifixión’, 1933. © Francis Bacon, cortesía de Tate Liverpool.

En el libro Francis Bacon: Lógica de la sensación, el filósofo francés Gilles Deleuze habla del término 'figurado' en lugar de 'figurativo' para expresar el modo en que el pintor no trataba de describir sus siluetas, sino meramente la procedencia de la que venían. Él mismo contó al crítico David Sylvester, en una conversación de 1962, que comenzaba escalando las dimensiones "a base de rectángulos imperfectos que puedan centrar la atención donde haya de centrarse. Solo para que uno pueda sentir la energía en el lugar correcto". Hacia finales de los cuarenta, la figura de Picasso ya ejercía una influencia innegable en sus obras, describiéndolas como "nada ilustrativas, pero profundamente reales". Esa tensión visual latente en el hecho de no presentar espacios reales sino ilusorios crea en muchos casos una reacción en el sistema nervioso que obliga a completar los espacios vacíos con nuestra imaginación, cambiando la percepción que dos personas pueden tener de un mismo cuadro y siendo éste un efecto recurrente en los trazos de Bacon, como en el cubismo del malagueño. Pero si algo cambió en esta década para él fue la introducción de un nuevo gesto en sus individuos: el del grito aterrado. Desde su interpretación del papa Inocencio X de Velázquez a algunos de sus retratos de 1952, este mohín incisivo y horrible plagó sus retratos dominados por el desasosiego.

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’Estudio para un retrato’, 1952. © Francis Bacon, cortesía de Tate Liverpool.

La ansiedad era latente en sus sujetos, pero también en la profundidad del espacio que los cobija. En la mayoría de ellos, el dibujo de líneas dejaba de ser amplio para encogerse hasta oprimir los hombros de la persona, creando una jaula de cristal a su alrededor. Lo más inaudito de estos cuadros, si cabe, era también la representación de sombras en la esquina inferior de los cuadros, invocando el conflicto de diálogo entre el artista y su receptor, recordándole a éste que seguía perteneciendo al mundo de los cuerdos. Sin trampa ni cartón: Bacon trazaba sombras oscuras y emborronadas entre un mundo y otro palpables en cuadros como los Estudios de Lucien Freud, de 1969, que se convertirían 37 años después en la obra de arte más cara vendida en una subasta, por 127 millones de euros.

Ese trabajo previo no era lo único que le permitía dar con la distancia exacta: la fotografía también supuso una enorme aportación a su conseguido sentido de las proporciones. Recortaba y guardaba imágenes de marquesinas, calles solitarias, habitaciones y galerías que usaba para inspirar trasfondos o que incluso repasaba después para sobreescribir en ellas las líneas que imaginaba después. Lauren Barnes, comisaria asistente de la muestra liverpuliana, recuerda un brillante ejemplo de ello: "Bacon guardaba una enorme amistad con el fotógrafo John Deakin, quién fotografió a una amiga en común llamada Isabel Rawsthorne. Ella está caminando junto a un escaparate una calle del SoHo londinense, y en realidad la imagen no tiene un aspecto que se salga de lo corriente. Bacon la transforma por completo y le da una profundidad psicológica turbada y enigmática, capaz de hacer que quieras recrearte en ella durante varios minutos. Pero esa acera de Londres también muta y pasa a ser un cubículo acristalado e informe en el resultado urdido por Bacon. Y a la vez, algo hace pensar que lo que observamos es precisamente un cuadro dentro de un cuadro. Una vida dentro de otra vida. La metamorfosis es fascinante".

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’Retrato de Isabel Rawsthorne en una calle del SoHo’, 1967. © Francis Bacon, cortesía de Tate Liverpool.

Francis Bacon consiguió con soltura dotar a los lienzos de efectos elípticos, líneas, circulares y reflectantes en los espacios, en tanto que logró dar vida a músculos y órganos humanos con la fuerza de un cuerpo completo. Encuadro y contextualizó a su antojo, pero nunca ofreció la simpatía de dar un ápice de hogar u hospitalidad a una sola de sus pinceladas. Una capacidad para interpretar que él mismo llegó a definir en vida con sus propias palabras: "Yo busco la precisión, no la representación. Si sabes cómo representarlo todo con veracidad, entonces el cuadro no funcionará. Cualquier cosa que hacemos, ocurre por accidente. En la pintura debes saber qué estás haciendo, pero has de olvidar el cómo o el cuándo".

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Francis Bacon en su estudio de Londres, en 1974. © Cortesía de Tate Liverpool.