En los últimos años seguramente hayas leído una media de dos artículos semanales que tenían como principal tema de discusión el que parece ser el nuevo santo grial de la sociedad moderna: el algoritmo. Los algoritmos. Y no continúo porque dicen que si lo pronuncias tres veces delante del espejo te empiezan a aparecer anuncios raros en Instagram.

Lo cierto es que a los que somos de letras -como a los que son de ciencias pero más de irse de cañas- todo este embrollo algorítmico nos suena a las matemáticas de bachillerato que tantos disgustos nos daban. Diez años después resulta que todo aquello en donde nuestras inteligencias emocionales noalcanzaban a ver la más mínima utilidad material, se ha convertido en el eje pivotante del progreso tecnológico de nuestro tiempo y en la pieza clave de un futuro donde los números reinarán.

Desde las búsquedas que haces en Google hasta los match que no haces en Tinder. Las noticias de los periódicos que lees en Facebook y las películas que Netflix entiende que te van a molar. Esa biker de Saint Laurent que las dichosas cookies tratan de venderte hasta dormida. Esa lista personalizada que Spotify te recomienda cada semana, los delitos que Tom Cruise predecía en Minority Report y todas esas canciones que tarareas gracias a Shazam. Los algoritmos y el tratamiento masivo de información que éstos permiten son, cada vez más, la codiciada fuente del conocimiento moderno.

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Para el profano suena apocalíptico, desde luego. Y no solo porque ahora prefieren a un ingeniero de telecomunicaciones hasta en las redacciones de los periódicos, sino porque hasta la última de las herramientas que hoy en día utilizamos en nuestra vida diaria utilizan este tipo de complejas operaciones matemáticas a la hora de tomar decisiones. El dato es la obsesión de nuestro tiempo. Y las cotizaciones en bolsa dependen hoy, en buena medida, de su acumulación y procesamiento.

Pero, ¿por qué este revuelo en torno al algoritmo y todos los anglicismos derivados de él? Bueno pues una de las polémicas que mayores recelos está suscitando es la relativa a la capacidad que hoy en día tiene la red de decidir la información que consumimos y, por ende, de determinar cómo y qué pensamos. En todo ello tuvo mucho que ver ‘The Filter Bubble’, el polémico libro que el activista Eli Pariser publicó en 2011 en el que analizaba como los algoritmos de las grandes corporaciones como Google o Facebook modulaban en gran parte el flujo de información que consumimos.

Cuando la red social por antonomasia lanzó la personalización del news feed de acuerdo con los intereses de cada usuario, el ciudadano de a pie lo vio como un avance que nos mantendría a salvo de las actualizaciones de esa chica del instituto a la que agregamos por puro protocolo. Sin embargo, ya eran muchos -como Pariser- los que empezaban a vaticinar las consecuencias negativas que esto podría acarrear. Y muchos años después, con esta tecnología perfeccionada hasta límites de secreto de Estado, ámbitos como el de la política o el periodismo han hecho saltar las alarmas sobre los efectos que los algoritmos podrían estar teniendo en el aumento de la desigualdad social o la polarización política.

Concretamente, las últimas elecciones norteamericanas terminaron de abrir la caja de pandora. Desde el supuesto favor de Facebook por las candidaturas demócratas por el que el mismísimo Mark Zuckerberg tuvo que comparecer ante representantes republicanos hasta la segmentación y posterior polarización de las noticias políticas que llegaban a cada usuario de la red social en función de su clasificación como liberales o conservadores. Muchos llegaron incluso a realizar estudios comparativos de los muros de noticias de un votante demócrata y otro republicano, concluyendo diferencias sustanciales en los mensajes -noticias, actualizaciones de amigos o anuncios- que aparecían a uno y otro.

Todo esto, sin hablar de las llamadas fake news; la posverdad que azotanuestro tiempo. Desde que Hillary Clinton era la verdadera fundadora del ISIS y adoradora de Satán hasta el Papa Francisco pidiendo el voto para Trump: según un estudio de Buzzfeed, las 20 noticias inventadas más virales sobre las elecciones generaron casi 9 millones de reacciones en Facebook por algo más de 7 millones de las informaciones reales. Noticias que alguien se ocupa de generar pero que el big data y los algoritmos se encargan de amplificar posicionándolos en base a criterios exclusivamente matemáticos, en el mejor de los casos.

Si a esto sumamos que Facebook reconocía hace tan solo unos días haber vendido publicidad electoral estadounidense a 470 cuentas falsas operadas desde Rusia por valor de 100.000 dólares, la conspiración está servida. Y el papel preeminente de Facebook en nueva propaganda política, fuera de toda duda. Aunque saliéndonos de los parámetros exclusivamente políticos, el temor a que estos métodos nos estén haciendo cada vez más gregarios y menos abiertos a opiniones y visiones del mundo contrapuestas no es menor.

Con el fin comercial de que pasemos el mayor tiempo posible navegando en plataformas sociales y buscadores, tan solo se nos presenta la información que un algoritmo entiende que nos será más agradable. Independencia al independentista, comuna al comunista, fascismo al fascista, moda a la modista y publicidad a… todos los demás. De ahí uno de los titulares más célebres del homólogo americano de El Mundo Today que rezaba: “Un horrible error en el algoritmo de Facebook provoca la exposición a nuevas ideas. Y la ironía nos hizo reír y estremecernos a partes iguales.

Vemos las actualizaciones de las personas con las que más interactuamos, quedando vetada la información del otro 90 por ciento del mundo. Y con ellos, sus ideas. Se nos muestra la información de los diarios ideológicamente afines. Los eventos a los que debemos ir, la gente ‘a la que podríamos conocer’; los tweets que ‘quizá nos hemos perdido’. Así las cosas y sin ánimo de dramatizar, inevitable es que nos preguntemos si aquellas tecnologías que profetizaban hacernos un poco más libres y un poco menos ignorantes, no estarán sino reproduciendo a escala algorítmica los peores vicios humanos.