Escribir sobre las cenas de chicas en una revista femenina me suena tan peligroso como defender el matrimonio gay en Rusia, las orgías en Irán o el neoliberalismo en Corea del Norte. Me entran retortijones de canguelo solo de pensarlo: temo que, diga lo que diga, me acusen de machismo o de micromachismo (que es mucho peor, porque si te acusan de algo, que sea del concepto tocho, no de su versión de juguete).

Entiéndanme. Hace tiempo viví una crisis de reputación por publicar en mi blog una receta de espaguetis a la putanesca que puso en pie de guerra a las feministas con menos cultura gastronómica y más capacidad de indignación por bobadas de España. Y no quiero repetir. Si escribiera de otro grupo de riesgo periodístico, como los gays, estaría más cómodo, porque criticar a los de tu propia tribu es políticamente correcto. Sin embargo, y aunque de pequeño me gustara jugar con la Nancy, no nací mujer, así que cualquiera de mis opiniones sobre ese género al que no pertenezco se mirarán con lupa en una mano y machete en la otra.

A pesar de todo, mis fuertes convicciones morales (nada que ver con cuestiones pecuniarias, qué va) me empujan a mojarme, así que allá voy: no me gustan las cenas de chicas. Las de solo chicas. No hablo de las mesas en las que, por pura casualidad, coinciden unas cuantas mujeres. Me refiero a las cenas de chicas diseñadas como tales, en las que se junta un grupo casi siempre abultado de féminas del que se ha excluido deliberadamente a cualquier amigo o familiar con pene por el simple hecho de poseerlo. No sé si las cenas de chicas, cuya denominación más cursi es cenas de niñas, son un fenómeno extendido, pero en mi entorno se producen. Quienes las montan defienden que un entorno estrictamente femenino les permite disfrutar de una mayor intimidad para hablar de temas que la requieren, como el sexo. Allí se crea, aseguran, una atmósfera proclive a la confidencia, a la risa y a la comunicación cómplice.

Desconozco si dicha comunicación se basa en el cotilleo y en las conversaciones ligeras de cascos sobre trapos, belleza y otros asuntos considerados de tías, o si este rancio cliché con olor a Varón Dandy no se cumple (Dios lo quiera). Como periodista gastronómico, tampoco puedo criticar los menús: nunca pude comprobar si el mundo que dibuja la publicidad alimentaria, lleno de hembras humanas felices que comen ensaladas, yogures desnatados, tortitas Biocentury y productos con  fibra para promover el tránsito intestinal, cristaliza en estos encuentros, o si por lo contrario las chicas se ponen como la Moñoño a chuletón, alubias con morcilla y cerveza.

Tanta ignorancia no me impide rechazar las cenas de chicas como concepto. Primero, y lo diré en jerga feminazi, porque perpetúan el sexismo. Segundo, por el mismo motivo que rechazo las cenas de tíos que exudan garrulismo heterosexual, las cenas de gays en las que solo se habla de rollos gays o las cenas de negros en las que no se admiten blancos, en el hipotético caso de que las haya.

Lo más enriquecedor de cualquier otra actividad social es mezclarte con gente diferente a ti, y los grupos monocolores acaban siendo un soberano peñazo. Aunque quién sabe, quizá mi fobia se deba solo a la frustración: jamás podré asistir a una cena de chicas, porque si lo hago dejará de serlo.