Me van a perdonar ustedes por la utilización del término gueto en este artículo. Pero es que este anglicismo castellanizado es la mejor forma de expresar lo que barrios como el de Chueca en Madrid fueron en su versión más primigenia y que ya no volverán a ser. Dudo mucho, en cualquier caso, que ninguna transmaricabollo normalizada (por utilizar la jerga oficial) se sienta herida en estos tiempos que corren. Las antiguas cruzadas languidecen, los tiempos cambian. Y, con ellos, nuestro entramado urbano se transforma también. Es lo que los estudiosos de la materia han venido a llamar geografía social. Una disciplina que traída al entorno de la causa gay tiene algo que decir de lo mucho que hemos cambiado en muy pocos años.

Y es que pocas reivindicaciones sociales contemporáneas han experimentado tan vertiginoso avance como lo han hecho las relativas a la identidad sexual. Hace cosa de 40 años, en pocos lugares del planeta imaginarían que Disney incluiría entre sus escenas un beso gay o que el matrimonio entre personas del mismo sexo estaría legalizado en hasta en 22 países de todo el mundo. Hoy a muchos nos es complicado imaginar un Madrid donde solo en la noche de las estrechas calles de Chueca se pudiera dar rienda suelta al amor libre. Años -los 80 y los 90- en los que salir del armario era todavía un acto de heroico y propio orgullo. Y el Orgullo, un pequeño tumulto de caras tapadas clamando en la Puerta de Alcalá.

Eran los años del Black and White o la librería Berkana. Dos epicentros de la lucha LGTBI madrileña que este mismo año, a tan solo unos meses de celebrar en la capital el World Pride 2017, han sido reflejo y víctima de la decadencia de una lucha que muchos sienten ya como ajena. El primero ya cerrado y la segunda apelando a la nostalgia activista para poder sobrevivir. Así, los hijos y los nietos de los que por entonces guerreaban contra la represión sexual desde los primeros bares y comercios gays de Chueca, se pasean a sus anchas por otros barrios madrileños viviendo públicamente su sexualidad y ajenos -en muchos casos- a lo mucho que estas nuevas libertades deben a las batallas de entonces.

Chueca, mientras tanto, ha ido perdiendo el embrujo que pasear por sus calles todavía causaba cuando el resto de la ciudad era hostil. Y no solo eso; la modernización cool y el estatus cosmopolita con los que el colectivo LGTBI dotó el barrio durante las dos últimas décadas, han elevado los alquileres, atraído al turismo más mainstream y convertido el barrio en un símbolo más estético que sustancial de lo que fuera en su momento.

Una deriva que el Soho londinense ya vivía con 20 años de antelación cuando los precios y el afán de reinvención underground que siempre ha caracterizado a la escena queer llevaron todo el jolgorio gay en los 90 hasta las calles de East London. Durante años, bares como el Joiners Arms o el George and Dragon dieron una vida todavía necesaria en la capital británica para cientos de chicos y chicas que llegaban a Londres en busca de esparcimiento y redención sexual. Hoy cerrados, han sido reemplazados por otros que siguen perviviendo en el Este como Savage, Chapter 10 o East Bloc. Pero también por nuevos barrios como Clapham y cientos de pequeños núcleos que han terminado de deslocalizar por completo la vida gay en Londres.

Hoy, pisar G.A.Y. o Circa -los pocos que sobreviven en Soho- es casi una gracieta irónica para el residente gay en la ciudad. Un petardeo necesario de cuando en cuando que sigue atrayendo a un turismo internacional que viaja a Europa en busca de libertad pero que se dibuja como obsoleto y desfasado para el local. Un desinterés del nuevo público LGTBI por el que también han pasado George Street o Stonewall en la incombustible Nueva York. Los que fueran auténticos iconos mundiales de la libertad sexual, fueron cayendo también en esa especie de decadencia pija que ya no evoca nada en los corazones de una población gay desestigmatizada y empoderada.

Exactamente lo mismo que lleva algunos años ocurriendo con buena parte de los bares y comercios de Chueca: los que no han desaparecido ya o se han reconvertido a la heterosexualidad (nótese ironía), se han instalado en un travestismo de peluca barata y divas del pop nacional que ya no atraen -por lo general- a un joven desvinculado de los códigos y valores en los que se forjó el barrio. Muchos de ellos, incluso, se oponen hoy frontalmente a esa identidad colectiva. Liberados del estigma social, rehúyen de etiquetas y nomenclaturas. Salen por Malasaña, alternan en La Latina y residen en Lavapiés. Cenan en Ponzano y compran ropa en Salamanca. Extendiendo así la visibilidad a toda la ciudad pero despojando a su vez a Chueca de su antiguo significado.

Un significado -el de la lucha por la libertad sexual- que debiera continuar hoy más presente que nunca para sus implicados. Aun habiendo avanzado a paso de gigante en estos últimos años, seguimos atendiendo a la discriminación del colectivo en colegios o ciertos ámbitos como el deportivo; a agresiones homófobas en plena calle casi cada mes; o a las continuas trabas para los sectores menos visibilizados como el transexual. Y eso aquí, en España, uno de los países más tolerantes del mundo. Porque fuera de nuestras fronteras, y sin ni siquiera cambiar de continente, muchas personas siguen siendo agredidas, encarceladas e, incluso, asesinadas por sus tendencias sexuales.

Dejemos morir el antiguo Chueca pues, si así lo queremos las nuevas generaciones. Reemplacémoslo por cuantos nuevos barrios hípster queramos. Pero ni por un momento pensemos que ya está todo conseguido o que la lucha ha acabado.