El siglo XXI es maravilloso, ¿no cree? Al menos eso podr ía parecerle a un extraterrestre que quisiera hacerse una idea de cómo es el llamado Primer Mundo f jándose únicamente en nuestros perf les en las redes sociales. En ellos vería indicios de una ideología sutil, que se va imponiendo silenciosamente y nos obliga, con una sonrisa, a aparentar una felicidad que no sentimos. Es el felicismo. Y cada vez gana más adeptos.

El señor extraterrestre, revisando su smartphone marciano, comprobaría que un alto porcentaje de los contenidos que los humanos subimos a Instagram, Facebook, etcétera, son intentos de mostrar al mundo lo supuestamente maravillosas que son nuestras vidas. Viajes exóticos, comidas suculentas, atardeceres en lugares de ensueño, objetos bellos en la intimidad de nuestro hogar y, en mitad de tan idílico contexto, nosotros en forma de selfie: en exposiciones, en conciertos, en cócteles… Nosotros en infinidad de actividades y actos sociales divertidos, creativos y originales o, simplemente, nosotros posando, estrenando ropa o un par de zapatillas para hacer crossfit. También encontraría el señor extraterrestre en esos mismos perf iles de las redes sociales, frases célebres y sentencias motivacionales de los grandes gurús de la autoayuda. Ya sabe, al mal tiempo, buena cara.

Hace unas décadas era de muy mala educación empezar a comer sin haber rezado previamente agradeciendo la pitanza. Hoy, las miradas de reprobación vendrán por parte de nuestros anfitriones (e incluso del chef ) si nos ponemos a comer sin haber fotografiado antes el plato de rigor y haberlo compartido en Internet. Estaremos violando uno de los mandamientos del felicismo: hay que publicitar la felicidad.

Ya lo decía el escritor argentino Jorge Luis Borges en su poema El remordimiento: “He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz”. El problema es que parece que cada vez más gente no es capaz de disfrutar de una playa paradisíaca, de una media maratón o de una mera comida si no comparte esos momentos con un millar de desconocidos. Queremos contarlo. Necesitamos contarlo. Puede que lo hagamos porque lo hacen las celebs a las que admiramos. Aspiramos a ser como ellas y nos olvidamos de qué es realmente lo que a nosotros nos hace felices.

El omnipresente felicismo en las redes sociales es síntoma de algo más grave. Es como si ya no recordáramos cómo buscar la felicidad y nos hemos contentado con aparentar esa búsqueda. Para ello adoptamos cualquier tendencia que nos prometa bienestar, y mejor en inglés (hacer running, comer green food, practicar el Do It Yourself, seguir cursos de coaching, acudir a una TED Talk…). Pero, en realidad, lo hacemos porque esas tendencias nos proveen de material para nuevos contenidos en las redes sociales. Para seguir pareciendo felices, sin de verdad serlo.

Quizá ha llegado el momento de reivindicar el derecho a tener un mal día, a no ser siempre positivos, a tener ojeras y a que el mundo sepa que no lo pasamos bien. Asumir el sufrimiento puede ser el primer paso para acabar con él.